No. 6.416, Bogotá, Martes 28 de Mayo del 2013
Un hombre es mucho más feliz cuando es amigo de los libros.
Siracusa Argüello
Apuntes sobre lectura y escritura por Evelio Rosero*
Fragmento. En medio del desconcierto que representa este mundo de hoy, que los expertos califican de globalizado -repleto de una información múltiple y veloz, tan vehemente como superficial-, me he preguntado qué hubiera ocurrido conmigo, hace más de muchos años, es decir cuando yo tenía ocho años, qué hubiese ocurrido del lector potencial que era yo a esa edad, de existir el internet, la navegación virtual, la pantalla personal, iluminada, llena de color, de movimiento, a mi servicio exclusivo. Si me acuerdo de los autores que leí y disfruté a esa edad, creo que ellos solos, por sí mismos, se hubiesen encargado de que yo finalmente me convirtiera en un niño lector, a despecho de esa “otra” magia que despliega el internet.
Aquí debo resaltar que mi llegada a los libros no nació precisamente de una invitación a la lectura proveniente del colegio. Sólo en kínder hubo una maestra que en alguna ocasión nos leyó poesía infantil. De resto, ni en la primaria y tampoco en el bachillerato hubo una lectura en voz alta, una lectura viva, compartida, aparte del tedioso estudio de la gramática, las escuelas literarias, nombres de autores, su respectivo país de nacimiento, fechas y más fechas, títulos y más títulos de obras que nunca se leyeron, y que si se leyeron fueron tan mal elegidas, tan nunca a propósito, que resultó peor que no leerlas, y estoy seguro que muchos de mis condiscípulos, muy bien ayudados por ellas, terminaron aborreciendo la lectura.
Mi interés por la lectura provino más bien del azar: la presencia, en casa, de ese sitio que entonces se llamaba biblioteca, hoy tan raro de encontrar en los hogares del país. Se encuentra hoy, por lo general, el cuarto de la televisión –si acaso cada uno de los miembros del hogar no cuenta ya con su propia pantalla frente a la cama-, la sala con su equipo de sonido, la ciditeca, la videoteca, y el altar del internet. Todo, menos ese sencillo rincón llamado biblioteca, y que muy bien podría conformarse solamente de unos cuantos buenos libros alrededor de una silla para leer.
Aparte del azar de esta biblioteca, por supuesto, tuvo que darse el decisivo azar de buenos autores, o las buenas novelas que luego de un tiempo, más breve que largo, se encargaron de despertar ya no el interés sino el amor por la lectura. Julio Verne, el primero, Daniel Defoe, Emilio Salgari, Jack London, Edgar Allan Poe, Conan Doyle, una enciclopedia de las fábulas del mundo, y más tarde autores de otra envergadura, como Balzac, Flaubert, los autores rusos decimonónicos, y los clásicos, finalmente, como es natural, Homero, los trágicos griegos, Shakespeare, Cervantes y demás. Repaso estas propias y primeras experiencias porque son ellas el sustento único que yo tengo para reafirmar mis posteriores conclusiones.
Pero todavía debería ir más atrás: antes de acceder por azar a estas lecturas, debo reconocer que entre los siete y ocho años era yo un devorador de cómics: ningún niño se resiste a una historia ilustrada. De manera que antes de leer a Julio Verne, antes del encuentro con el mundo fabuloso de la biblioteca, leía los cómics de Tarzán, Mandrake el Mago, Batman, El Fantasma, La pequeña Lulú, Supermán, y el Pato Donald. Un paréntesis para señalar que la lectura de este último fue de las más especiales: las aventuras del pato Donald y sus tres sobrinos, Hugo, Paco y Luis, sus viajes por África y Alaska, sus enredos de barrio y de familia, son inolvidables para mí.
*Nota: fragmento del artículo presentado por Evelio Rosero en la pasada Feria del Libro de Bogotá.