Carta al querido Señor Dios

Por: León Gil
Al igual que el alcohol, otra de las fuertes compulsiones de Malcolm Lowry desde muy joven fue la comunicación epistolar; su, digamos, epislolowryomanía.
Lowry solía guardar un borrador de sus cartas (escritas a lápiz), pues consideraba que podrían constituirse en material de futuros trabajos de “ficción” o en sus poemas. Es decir, un reciclador de sus propias cartas.
La mayor parte de los miles de cartas que Lowry escribiera se conservan en archivos especiales de las universidades de la Columbia Británica y de Vancouver, en Canadá.
La primera edición de una selección de estas cartas fue realizada en 1965: “Selected Letters”, en Filadelfia. Edición de Harvey Breit y Margerie Bonner Lowry. También fueron publicadas en Londres en 1967 por Jonathan Cape, el editor de Malcolm Lowry.
En 1995 Sherril E. Grace editó las Cartas Completas en dos volúmenes de aproximadamente 1000 páginas cada uno.
Una selección de estas cartas fue realizada y traducida por la estudiosa de la vida y la obra de Malcolm Lowry, Carmen Virgili; y publicada en 2000 por Tusquets bajo el título El viaje que nunca termina (The voyage that never ends; tal como titularía su trilogía inconclusa).
Dentro de estas cartas figura una plegaria que; a la manera de ciertos textos y oraciones que suelen exhibirse en las vitrinas y paredes de algunas empresas y negocios, perfectamente podría aparecer enmarcada en el estudio, la oficina o la buhardilla de cualquier poeta o escritor.
Se trata de la “Carta al Señor Dios”, que es como el epílogo del libro (El viaje que nunca termina). 
Aparece bajo el título Querido Señor Dios.
     Querido Señor Dios:
   Te ruego encarecidamente que me ayudes a ordenar este trabajo, aunque parezca feo, caótico y pecaminoso, de modo que sea aceptable a Tus ojos, para que de este modo, según le parece a mi cerebro desordenado e imperfecto, pueda alcanzar los más altos cánones del arte, abriendo, no obstante, nuevos caminos y rompiendo viejas reglas cuando sea necesario; tiene que ser estimulante, tempestuoso, atronador, la vivificante palabra de Dios debe resonar en él proclamando la esperanza para el hombre, y sin embargo tiene que ser también equilibrado, grave, lleno de ternura y compasión, y humor: como el escritor se halla él mismo cargado de pecados, si se le deja solo no puede escapar a conceptos en ocasiones falsos e inanes, y somete su voluntad a la de una bandada de becacinas que lo llevan por senderos equivocados… Por favor —creo que necesitas escritores—, deja que verdaderamente Te sirva como tal, convirtiendo este material en algo grande y hermoso, y si mis motivos para escribir son oscuros, y si ahora las palabras están dispersas y a menudo faltas de sentido, por favor, perdóname por ello, pero, Te lo suplico, pon alguna Musa, algún Nordahl Grieg—ángel del arte— a mi disposición para ordenarlas de un modo bello; por favor, ayúdame, de lo contrario estoy perdido. Mis plegarias también para San Judas, ¡querido patrón de los imposibles!

Deja un comentario