(Una apreciación sobre La
Religiosa, de Denis Diderot)
Po: Reinaldo Spitaletta
El convento
tenía un aspecto de imponencia, en medio de amplitudes verdes, con árboles
alrededor, y un burro que todos los días rebuznaba según las horas (más tarde,
supe que el ejemplar sabía las horas canónicas), con unos como alaridos que se
escuchaban a la distancia. El sector se llamaba La Antigua (creo que hoy nadie
lo denomina así) y el monasterio, de ladrillo a la vista, con ventanales
herméticos y una entrada con escalinatas laterales, era el de Las Clarisas.
tenía un aspecto de imponencia, en medio de amplitudes verdes, con árboles
alrededor, y un burro que todos los días rebuznaba según las horas (más tarde,
supe que el ejemplar sabía las horas canónicas), con unos como alaridos que se
escuchaban a la distancia. El sector se llamaba La Antigua (creo que hoy nadie
lo denomina así) y el monasterio, de ladrillo a la vista, con ventanales
herméticos y una entrada con escalinatas laterales, era el de Las Clarisas.
No sé por qué
mi tía Tina (tenía cara de novicia) iba tanto allí. Una vez me mandó a reclamar
recortes de pan y de galletas, y una monja me dejó entrar hasta cierta parte.
Pasé el torno y me llevó hasta el refectorio. Me entregó unas bolsas de papel
repletas de dulzuras y me acompañó hasta la salida. Era la primera vez que
entraba a un lugar como ese, que me pareció sórdido, con uniformadas mudas,
pero eso sí, con olores a buena comida y limpieza. Muchos años después, ingresé
al de las Carmelitas, en La Mansión, en Medellín, para hacer un reportaje, pero
esa es otra historia.
mi tía Tina (tenía cara de novicia) iba tanto allí. Una vez me mandó a reclamar
recortes de pan y de galletas, y una monja me dejó entrar hasta cierta parte.
Pasé el torno y me llevó hasta el refectorio. Me entregó unas bolsas de papel
repletas de dulzuras y me acompañó hasta la salida. Era la primera vez que
entraba a un lugar como ese, que me pareció sórdido, con uniformadas mudas,
pero eso sí, con olores a buena comida y limpieza. Muchos años después, ingresé
al de las Carmelitas, en La Mansión, en Medellín, para hacer un reportaje, pero
esa es otra historia.
La imagen del
convento de las Clarisas, en Bello, vino a mi memoria después de reencontrarme,
tras muchos años de su primera lectura, con La
religiosa, de Denis Diderot.
A veces, los libros despiertan en el lector zonas dormidas, y aunque parezca
absurda la conexión, aquel cenobio de mi infancia me lo topé en la novela del
iluminado francés, en otras dimensiones, claro, y siempre con la sensación de
encerramiento carcelario tanto en uno como en los tres que nos muestra el autor
de El paseo de un escéptico y de seis
mil artículos de la Enciclopedia.
convento de las Clarisas, en Bello, vino a mi memoria después de reencontrarme,
tras muchos años de su primera lectura, con La
religiosa, de Denis Diderot.
A veces, los libros despiertan en el lector zonas dormidas, y aunque parezca
absurda la conexión, aquel cenobio de mi infancia me lo topé en la novela del
iluminado francés, en otras dimensiones, claro, y siempre con la sensación de
encerramiento carcelario tanto en uno como en los tres que nos muestra el autor
de El paseo de un escéptico y de seis
mil artículos de la Enciclopedia.
Diderot, que
vivió en los días de la mayor insurrección filosófica de la historia, muestra
sus dotes de narrador moderno en La religiosa, una memoria de María Susana Simonin, que padeció y
por escasos momentos gozó la conventualización. El monasterio para esas
calendas del siglo XVIII (y es probable que hoy continué así) era una suerte de
prolongación de la cárcel. Un enclaustramiento en el que, además de oraciones y
cánticos y salmos y rosarios, se practicó la tortura, la aplicación de castigos
diversos. Todavía el cuerpo es el receptor de la purga por pecados o por otras
conductas. Cilicios y aislamientos. Pisotones y burlas para el afligido
penitente, en ordalías dolorosas, plenas de afrentas para el infligido.
vivió en los días de la mayor insurrección filosófica de la historia, muestra
sus dotes de narrador moderno en La religiosa, una memoria de María Susana Simonin, que padeció y
por escasos momentos gozó la conventualización. El monasterio para esas
calendas del siglo XVIII (y es probable que hoy continué así) era una suerte de
prolongación de la cárcel. Un enclaustramiento en el que, además de oraciones y
cánticos y salmos y rosarios, se practicó la tortura, la aplicación de castigos
diversos. Todavía el cuerpo es el receptor de la purga por pecados o por otras
conductas. Cilicios y aislamientos. Pisotones y burlas para el afligido
penitente, en ordalías dolorosas, plenas de afrentas para el infligido.
Susana, bella e
inteligente, dotada con facultades para la música y la interpretación vocal, es
hija natural y una especie de mácula imborrable para su madre. La culpa de la
procreadora se irradia en un castigo para el producto de la unión ilegítima. Y
así, la muchacha, que además tiene dos hermanas (estas sí hijas del señor
Simonin en su enlace con la mamá de Susana), es obligada a entrar a un
convento, el primero de ellos, el de Santa María, a los dieciséis años, y todo
para que no estorbe la relación de una de sus hermanas con el prometido, que
estaba más interesado en Susana que en la otra.
inteligente, dotada con facultades para la música y la interpretación vocal, es
hija natural y una especie de mácula imborrable para su madre. La culpa de la
procreadora se irradia en un castigo para el producto de la unión ilegítima. Y
así, la muchacha, que además tiene dos hermanas (estas sí hijas del señor
Simonin en su enlace con la mamá de Susana), es obligada a entrar a un
convento, el primero de ellos, el de Santa María, a los dieciséis años, y todo
para que no estorbe la relación de una de sus hermanas con el prometido, que
estaba más interesado en Susana que en la otra.
Esta primera
experiencia, contra su voluntad, la hace descubrir las artes de la seducción
pero, a la vez, las del martirio que se aplican en los claustros. Renuncia a
aprobar los votos de obediencia, castidad y pobreza. “Nada peor que ser
religiosa contra la propia voluntad”, dice. Seis meses se hunde en su “nueva
cárcel”, en la que se puede apreciar el convento como mazmorra. Luego de
desgracias sin cuento, sale hacia otro monasterio, en Longchamp, y en su
condición de postulanta encuentra una madre superiora, la señora de Moni,
virtuosa y dulce. Allí toma los hábitos, de un modo que podría ser parte de su
inconsciencia, y “me encontré convertida en religiosa tan inocentemente como
fui hecha cristiana”. Metamorfoseada en una alienada, a Susana, durante su
estada en ese como reclusorio, le tocaron las muertes de su padre (bueno, del
que posaba como tal), de su mamá y de la madre superiora. Con el advenimiento
de una nueva superiora, la hermana Santa-Cristina, el destino de Susana va a
sufrir una transformación.
experiencia, contra su voluntad, la hace descubrir las artes de la seducción
pero, a la vez, las del martirio que se aplican en los claustros. Renuncia a
aprobar los votos de obediencia, castidad y pobreza. “Nada peor que ser
religiosa contra la propia voluntad”, dice. Seis meses se hunde en su “nueva
cárcel”, en la que se puede apreciar el convento como mazmorra. Luego de
desgracias sin cuento, sale hacia otro monasterio, en Longchamp, y en su
condición de postulanta encuentra una madre superiora, la señora de Moni,
virtuosa y dulce. Allí toma los hábitos, de un modo que podría ser parte de su
inconsciencia, y “me encontré convertida en religiosa tan inocentemente como
fui hecha cristiana”. Metamorfoseada en una alienada, a Susana, durante su
estada en ese como reclusorio, le tocaron las muertes de su padre (bueno, del
que posaba como tal), de su mamá y de la madre superiora. Con el advenimiento
de una nueva superiora, la hermana Santa-Cristina, el destino de Susana va a
sufrir una transformación.
El modo como
Diderot, convertido en Susana (y es que, como se sabe, un escritor tiene que
llegar a ser el otro, en este caso, la otra, como lo va a decir tiempo después
Flaubert: “Madame Bovary soy yo”), penetra, o, mejor dicho, hace entrar al
lector en el tenebroso mundo del convento, ese modo —digo— es propio de un pensador
y cuestionador de su tiempo. A través de la desventurada muchacha, que en
Longchamp se torna facciosa e irreverente, se descubren la tortura, la
persecución y la inhumanidad de los monasterios.
Diderot, convertido en Susana (y es que, como se sabe, un escritor tiene que
llegar a ser el otro, en este caso, la otra, como lo va a decir tiempo después
Flaubert: “Madame Bovary soy yo”), penetra, o, mejor dicho, hace entrar al
lector en el tenebroso mundo del convento, ese modo —digo— es propio de un pensador
y cuestionador de su tiempo. A través de la desventurada muchacha, que en
Longchamp se torna facciosa e irreverente, se descubren la tortura, la
persecución y la inhumanidad de los monasterios.
El convento
puede ser, de ciertas maneras, una sucursal de la cárcel, un ejercicio de la
vigilancia y el control sobre el cuerpo, pero, a la vez, sobre el alma.
Sometida a vituperios, escupitajos, desprecios, Susana se encuentra en un
infierno, en un espacio de horrores y desamparos. El suplicio de la muchacha,
que ya tiene veinte años, es demoledor. Sobre ella cae una “masa de crueldades
repartidas”. Lo que la lleva a preguntarse: “¿Qué necesidad tiene el Estado de
tantas vírgenes enloquecidas, y la especie humana de tantas víctimas?”.
puede ser, de ciertas maneras, una sucursal de la cárcel, un ejercicio de la
vigilancia y el control sobre el cuerpo, pero, a la vez, sobre el alma.
Sometida a vituperios, escupitajos, desprecios, Susana se encuentra en un
infierno, en un espacio de horrores y desamparos. El suplicio de la muchacha,
que ya tiene veinte años, es demoledor. Sobre ella cae una “masa de crueldades
repartidas”. Lo que la lleva a preguntarse: “¿Qué necesidad tiene el Estado de
tantas vírgenes enloquecidas, y la especie humana de tantas víctimas?”.
Susana, que
estuvo a punto de perecer, encontrará ayudas para salir de aquella prisión y
tornarla por otra. “No recobraba mi libertad, pero cambiaba de cárcel”, y así
llegó a otra ergástula, en la que ya no encontrará tormentos físicos, pero sí
asedios tremendos de la superiora. La primera noche fue quien la desnudó,
arregló el peinado, la confortó con palabras dulces, le besó cuello y espalda,
y le echó piropos a su lozanía y talle. Susana, en todo caso, no se dio por
enterada del enamoramiento y maneras no tan sutiles de la seducción empleadas
por la nueva madre, a la que ella le interpretó al clavecín piezas de
Scarlatti, Couperin y Rameau.
estuvo a punto de perecer, encontrará ayudas para salir de aquella prisión y
tornarla por otra. “No recobraba mi libertad, pero cambiaba de cárcel”, y así
llegó a otra ergástula, en la que ya no encontrará tormentos físicos, pero sí
asedios tremendos de la superiora. La primera noche fue quien la desnudó,
arregló el peinado, la confortó con palabras dulces, le besó cuello y espalda,
y le echó piropos a su lozanía y talle. Susana, en todo caso, no se dio por
enterada del enamoramiento y maneras no tan sutiles de la seducción empleadas
por la nueva madre, a la que ella le interpretó al clavecín piezas de
Scarlatti, Couperin y Rameau.
Susana, la
casta Susana, que no parece enterarse de los orgasmos que sufre la madre del
convento, gracias a las caricias que esta le ofrece y que no son rechazadas, es
una mujer que interpreta los significados y roles del claustro, en el cual las
internas son esclavas: “poned a un hombre en una selva, se volverá feroz; en un
claustro en el que la idea de necesidad únese a la de servidumbre, es peor aún.
Es posible salir de una selva, de un claustro no se sale nunca más”.
casta Susana, que no parece enterarse de los orgasmos que sufre la madre del
convento, gracias a las caricias que esta le ofrece y que no son rechazadas, es
una mujer que interpreta los significados y roles del claustro, en el cual las
internas son esclavas: “poned a un hombre en una selva, se volverá feroz; en un
claustro en el que la idea de necesidad únese a la de servidumbre, es peor aún.
Es posible salir de una selva, de un claustro no se sale nunca más”.
Diderot, que
maneja con propiedad los diálogos, introduce en la novela las nuevas ideas que
eran parte del entramado de la Ilustración. Con un final inesperado, La
religiosa es una obra de hondo calado filosófico y literario. Se notan en sus
entresijos, la defensa de la libertad y la tolerancia. Con un estilo de
precisiones, sin retóricas, la pieza hunde sus raíces en una historia real de
1760, cuando se procesó en París a una religiosa que rechazaba los votos por
las mismas razones que lo hace la protagonista Susana Simonin. Narrada a modo
de memoria (o de una carta extensa), ha alcanzado la condición de obra clásica.
maneja con propiedad los diálogos, introduce en la novela las nuevas ideas que
eran parte del entramado de la Ilustración. Con un final inesperado, La
religiosa es una obra de hondo calado filosófico y literario. Se notan en sus
entresijos, la defensa de la libertad y la tolerancia. Con un estilo de
precisiones, sin retóricas, la pieza hunde sus raíces en una historia real de
1760, cuando se procesó en París a una religiosa que rechazaba los votos por
las mismas razones que lo hace la protagonista Susana Simonin. Narrada a modo
de memoria (o de una carta extensa), ha alcanzado la condición de obra clásica.
Decía al
principio, que la relectura de La religiosa me remitió
a días de infancia, cuando entré con el asombro en todo el cuerpo a un convento
de clausura que olía dulces y a pan caliente, en el que un burrito daba las
horas, tanto las maitines como las vísperas. Ah, y en el camino hacia el
convento no me encontré a ningún “chupasangre”, que era una manera de
intimidación de las señoras para asustar a los pelados.
principio, que la relectura de La religiosa me remitió
a días de infancia, cuando entré con el asombro en todo el cuerpo a un convento
de clausura que olía dulces y a pan caliente, en el que un burrito daba las
horas, tanto las maitines como las vísperas. Ah, y en el camino hacia el
convento no me encontré a ningún “chupasangre”, que era una manera de
intimidación de las señoras para asustar a los pelados.