Cuento

Agustina.

Por: Jorge Pontón C.
…que toda la vida es sueño
Y los sueños, sueños son”.
Calderón de la Barca
Agustina Matiz de Pieschacón, que desde muy niña amaba entrañablemente los animales y no llevaba el “de” por ningún asunto matrimonial, pues paradójicamente no tenía relación de ningún matiz semejante, sino porque así era el apellido de su madre, y porque siempre lo prefirió al Mateus de su padre. Si por ella hubiera sido, habría comprado, para ella sola, un zoológico completo, pero sus disponibilidades económicas, rayanas en lo paupérrimo casi siempre, se lo impidieron. Precisamente por esa precariedad permanente, nunca pudo, tampoco, tener animales domésticos, pues los lugares en que vivía, habitaciones de inquilinato, se lo impedían inexorablemente. A su edad no había conocido hombre alguno; es decir, sí los había conocido pero nunca los había usado. Cuando cumplió los 50 años, se hizo un regalo especial: ir a un concierto al teatro Julio Mario Santodomingo, donde la orquesta de turno tocaría unas obras que llamaron poderosamente su atención: El Carnaval de los animales, de Camile Saint-Sáenz; la sinfonía la Gallina de Haydn, y el concierto para flauta El Cardelino, de Vivaldi. Y como ella amaba los animales, y el concierto le ofrecía la oportunidad de escucharlos sinfónicamente no dudo un momento en comprar su boleta.
Tanto el concierto, como la sinfonía, que escuchó con atención no le complacieron mucho, pero el Carnaval, ese sí que le gustó. ¡Eso sí era música! ¡Eso sí eran animales! Nunca pudo explicarse, sin embargo, porqué estaban ahí los pianistas. ¿Es que acaso son animales? Además, le dieron un pequeño folleto, (dizque programa de mano, lo llamaban, como si eso fuera un cine de novios) que le respondía lo que quería saber sobre la música: describía algunos animales como el cisne, la gallina, el canguro y algunos hemiones (estos sí que le dieron duro a Agustina, que ni siquiera había visto uno en su vida: ¡ella que veneraba a los animales!). Los pájaros fueron claramente identificados por su fino oído, tal vez porque el ruiseñor, y los canarios eran los únicos animalitos que se podía dar el lujo de tener en su pequeña alcoba con baño del barrio Lijacá. Recordaba que una vez, hacía muchos años, un estudiante de acordeón, obviamente costeño, había llegado a vivir a la misma casa. Cuando el músico iniciaba sus ensayos, el diminuto canario empezaba a sobresaltarse dando muestras de un claro disgusto. A esto, se sumó el que sin lugar a dudas, Asís, es decir, el canario, empezó a cantar de una manera extraña y desagradable. A tal punto llegó esta situación, que un día a Agustina se le llenó la copa, y decidida fue a hacerle el reclamo al acordeonista.
-¡Señor Arregocés – dijo iracunda, haciendo jarras con sus brazos en la cintura, como cualquier futbolista mamao a los 70 minutos de partido- le ruego al favor de no seguir tocando ese horrible instrumento. ¿No ve que me está desafinando al canario?
El costeño se limitó a cerrarle la puerta, y el asunto terminó ahí. Bueno, en realidad una semana después, cuando el acordeonista se mudó quien sabe para donde. Días después, Asís retomaba las tonalidades exactas en su canto de melancolía.
Fue al tercer día de haber estado en el concierto que Agustina empezó a soñar con El Carnaval de los animales. Y en esos sueños descubrió que tenía una memoria prodigiosa para la música, pues recordaba exactamente cómo era la que correspondía a cada animal. La primera noche soñó con el león y su marcha majestuosa; se vio desfilando junto al melenudo felino, oronda y solemne como cualquier emperatriz; a la siguiente, que se iniciaba con el claro golpeteo de los macillos sobre el xilófono (marimba para ella) con los fósiles, y se veía correr, perseguida por dinosaurios, pterodáctilos y toda esa caterva de monstruos inmensos y desaforados. Allí, también, se dio cuenta que sus sueños no se estaban sucediendo en el mismo orden de la música; la tercera, le correspondió al cisne, el violonchelo y el piano, en la obra. Allí se sintió como un Lohengrin wagneriano, montada sobre el cisne y deslizándose placenteramente sobre unas aguas tranquilas cuyo suave oleaje era remedando por el piano; la cuarta no soñó nada de esto, y se levantó algo triste. Y es que esos sueños se habían convertido en su secreta alegría, pues en ellos volvía a escuchar, con pasmosa fidelidad, la música maravillosa de Saint-Sáenz, con el agregado de las imágenes que su imaginación le suministraba. La quinta noche, le correspondió el turno al elefante, representado por el más pesado de los instrumentos musicales: el contrabajo, con su ritmo de vals lento, y ella, obviamente, fue la pareja de un trompudo príncipe azul, que la condujo maravillosamente por los compases de la música; la sexta noche, fueron los animales acuáticos: una deliciosa melodía interpretada por dos pianos, la flauta y las cuerdas, y un instrumento metálico que ella nunca supo cómo se llamaba pero que se tocaba dándole golpecitos como a una marimba, le permitió ser una nadadora prodigiosa que se deslizaba, armoniosa y segura, entre juguetones y saltarines, pececillos de colores extraordinarios, caballitos de mar, bellísimas y transparentes medusas, y pulpos pequeñitos que parecían estar llamándola con los voluptuosos vaivenes de sus juguetones y diminutos tentáculos. La sexta noche, la tortuga, que se le apareció para decirle que la tenían cansada esa imagen que alguien quiso dar de ella, al ponerla como ejemplo de perseverancia, cuando en realidad era que detestaba correr pues la vida era para disfrutarla despacio; la séptima, los animales de orejas grandes, en el cual estaba claramente descrito el burro y sus inconfundibles rebuznos. Y así sucesivamente, soñó uno por uno, los doce animales descritos, en la obra del francés Saint-Sáenz. Claro que le faltaron los pianistas, pues éstos no son animales. Y el final, que se convirtió en su perdición, pues en la última noche, al sueño de Agustina llegaron en desaforado tropel, todos los animales: Hemiones, canguros, tortugas, elefantes, asnos, cisnes, gallos y gallinas, aves de diferentes clases, y la más extensa variedad de animales acuáticos, le saturaron su onírica mente y le produjeron una fatal conmoción.
Sólo cinco días después del sueño de la última noche, cuando don Chucho, el propietario de la casa donde vivía Agustina, al ver que su inquilina no salía de su cuarto y no respondía a su llamado, resolvió avisar a la policía y ésta vino y rompió la puerta, fue que encontraron una habitación vacía, con una cama deshecha, y todos sus trastos desordenados y revueltos. Nadie supo nunca que a Agustina, le había pasado algo semejante a lo que le sucedió a Arturo Cova en su vorágine, lo que me obliga a terminar mi relato de una manera casi idéntica y que me perdone José Eustacio por eso: Hace seis meses búscala en vano la policía; ni rastro de ella. ¡La devoraron sus sueños!

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