De Omar Castillo

Y, para seguir con la nota sobre el cafetín de La Arteria, de Reinaldo Spitaletta, les comparto mi narración La gracia de los días, publicada en 2010 en mi libro Relatos instantáneos.
Omar Castillo
La gracia de los días
Esa tarde de noviembre en el cafetín de La Arteria todas sus mesas estaban ocupadas. En una de ellas Jaime Espinel, como en otras tantas tardes, armaba su “novela neceser”, tejía y abrumaba con su trama a sus contertulios, entre ellos Fernando López quien de pronto apuntaba algún sarcasmo o soltaba una risotada. En otra un grupo de mujeres fumaban mientras aflojaban nebulosos comentarios sobre quienes se acomodaban en el murito de enfrente. Tras la barra Guillermo y sus ayudantes servían los consumos que Huberto entregaba en cada mesa con su neutralidad de costumbre. En la mesa de Luis González la conversación se daba deliciosa con los apuntes que Amílcar filtraba entre las agudezas de Luis y las extravagancias de Édgar Piedrahíta para deleite de Nevardo Rodríguez a quien se le encendían los ojos tras los lentes de sus gafas. En la mesa próxima a la de estos, Luis Alfonso contaba a Pemberty y a Ezequiel una de las mágicas historias que escuchara cuando niño en su pueblo. 
–La tarde está de enmarcar –dijo una de las mujeres apagando su cigarrillo.
–De ser así entonces pidamos otras tres cervezas y unas papitas con limón –dijo otra.
–Así sea. 
Cruzando la avenida, a todo el frente de La Arteria, funcionaba la Galería La Oficina donde esa noche se inauguraba una muestra colectiva de artistas de la ciudad, entre ellos la del pintor Raúl Restrepo, cliente del cafetín. Algunos de los contertulios de La Arteria estaban invitados y hacia allá se fueron. 
La noche se imprimía sobre la tarde, entonces el ambiente de La Arteria mudaba y los perfiles eran otros. Hernando decidió pagar la cuenta e irse para La Boa, tomarse un par de tragos y después buscar el Bar del Suave, ver con quién se encontraba y escuchar salsa hasta que cerraran. En esas sintió las sirenas abriéndose paso, buscando llegar a la clínica Soma. Pagó y cruzó la avenida buscando Girardot hasta alcanzar la calle Maracaibo y en ella La Boa. Se acomodó en la barra y pidió un aguardiente. La noche comenzaba y en algún punto, en algún momento reventaría como la semilla de un día inaudito pero apetitoso.

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