En el país de la Nube Blanca
un libro con millones de lectores en
Alemania, España, EUA y Francia…
Acá presentamos un segundo fragmento de esta fascinante novela de Sarah Lark ( B ):
– ¿Y qué habéis hecho vosotros en este día tan bonito? -preguntó finalmente la señora Greenwood a su familia-. A ti no necesito preguntártelo, Robert, seguramente la jornada ha girado en torno a negocios, negocios y más negocios. -Dirigió a su marido una mirada que pretendía ser afectuosa.
La señora Greenwood opinaba que su marido les prestaba muy poca atención a ella y sus tareas sociales. Éste hizo una mueca involuntaria. Posiblemente estaba a punto de dar una respuesta desagradable, pues sus negocios no sólo alimentaban a la familia, sino que hacían también posible la colaboración de Lucinda en los diversos comités de damas. En cualquier caso, Helen dudaba de que la señora Greenwood hubiera sido elegida por sus notables cualidades organizativas antes que a causa de los generosos donativos de su esposo.
– He mantenido una interesante conversación con un productor de lana de Nueva Zelanda, y… —empezó Robert con la mirada puesta en su hijo mayor; pero Lucinda simplemente siguió hablando, mientras en esta ocasión dedicaba su mirada indulgente a William sobre todo.
– ¿Y vosotros, queridos hijos? Seguro que habéis estado jugando en el jardín, ¿no es cierto? William, cariño, ¿has vuelto a ganar a George y a Miss Davenport en el cróquet?
Helen permanecía con la mirada clavada en su plato, pero percibió con el rabillo del ojo que George parpadeaba de una forma típica en él, y levantaba la vista al cielo, como si pidiera la ayuda de un ángel comprensivo. De hecho, William sólo había conseguido una única vez obtener más puntos que su hermano mayor y en una ocasión en que George estaba muy resfriado. Normalmente, hasta Helen lanzaba la bola a los aros con mayor destreza, si bien se daba peor maña que la que tenía para dejar ganar al más pequeño. La señora Greenwood apreciaba su gesto, mientras que el señor Greenwood se lo recriminaba cuando advertía el engaño.
– ¡El chico debe acostumbrarse a que la vida está jalonada de duros fracasos! -afirmaba con severidad-. Debe aprender a perder, sólo entonces acabará ganando.
Helen dudaba de que William pudiera salir alguna vez airoso fuera cual fuese el ámbito en que se moviera, pero su tenue asomo de compasión hacia el desgraciado niño pronto se quedó en nada ante el siguiente comentario de éste.
– ¡Ay, mamá, Miss Davenport no nos ha dejado jugar! -se lamentó William con una expresión llena de desolación-. Nos hemos quedado todo el día en casa estudiando, estudiando y estudiando.
Como era de esperar, la señora Greenwood lanzó de inmediato una mirada de desaprobación a Helen.
– ¿Es eso cierto, Miss Davenport? Ya sabe usted que los niños necesitan aire fresco. A esta edad no pueden quedarse todo el día sentados leyendo libros.
Helen estaba furiosa, pero no debía acusar a William de mentiroso. Para su alivio, intervino George.
– No es verdad. William ha salido a pasear como cada día después de comer. Pero ha llovido un poco y no quería estar fuera. El aya, de todos modos, lo ha llevado al parque, pero ya no hemos tenido tiempo de jugar al cróquet antes de la clase.
– Por eso William ha estado pintando -añadió Helen intentando cambiar de tema. Tal vez la señora Greenwood se pusiera a hablar del dibujo, “digno de exhibirse en un museo”, de su hijo y se olvidara del paseo. Sin embargo, la estrategia no funcionó.
– Aun así, Miss Davenport: si el tiempo no acompaña al mediodía, debe hacer un descanso por la tarde. Los círculos que un día frecuentará William conceden casi tanta importancia a la forma física como al estímulo de la mente.
William parecía disfrutar de que dieran una reprimenda a su maestra y Helen pensó de nuevo en el anuncio…
Pareció como si George leyera los pensamientos de su institutriz. Como si la conversación con William y su madre no hubiera existido, retomó la última observación de su padre. Helen ya se había percatado varias veces de este artificio en padre e hijo y solía admirar la elegante transición. En esta ocasión, sin embargo, el comentario de George la hizo enrojecer.
– Miss Davenport se interesa por Nueva Zelanda, padre. Helen tragó saliva con esfuerzo, cuando todas las miradas se dirigieron a ella.
– ¡En serio? -preguntó Robert Greenwood, con calma-. ¿Está pensando usted en emigrar?-. Soltó una risa-. En tal caso, Nueva Zelanda constituye una buena elección. No hace un calor desmedido ni hay pantanos donde se dé la malaria como en la India.
Nada de indígenas sanguinarios como en América. Nada de colonos descendientes de criminales como en Australia…
– ¿De verdad? -preguntó Helen, alegrándose de reconducir la conversación a un terreno neutral-. ¿Nueva Zelanda no se colonizó con presidiarios?
El señor Greenwood movió la cabeza.
– Ni hablar. Las comunidades que hay allí fueron fundadas casi sin excepción por cristianos británicos de gran tenacidad y así sigue siendo todavía hoy. Es obvio que con ello no quiero decir que no se encuentren allí individuos dignos de desconfianza. Sobre todo en los campos de balleneros de la costa Oeste debieron de perderse algunos timadores y las colonias de esquiladores tampoco están formadas por muchos hombres honrados. Pero Nueva Zelanda no es, con toda seguridad, ningún depósito de escoria social. La colonia todavía es joven. Hace sólo unos pocos años que se independizó…
– ¡Pero los nativos son peligrosos! -intervino George. Era evidente que también él quería ahora alardear de sus conocimientos y, Helen ya lo sabía por sus clases, tenía por los conflictos bélicos una debilidad y una memoria notables-. Hace algún tiempo todavía había altercados, ¿no es verdad, papá? ¿No contaste que a uno de tus socios comerciales le habían quemado toda la lana?
El señor Greenwood respondió complaciente con un gesto afirmativo a su hijo.
– Así es, George. Pero ya pasó…, pensándolo bien hace diez años de eso, incluso si todavía rebrotan escaramuzas de manera ocasional, no se deben, en principio, a la presencia de los colonos.
A este respecto, los nativos siempre fueron dóciles. Más bien se cuestionó la venta de tierras…, y ¿quién niega que en tales casos nuestros compradores de tierras no perjudicaran a algún que otro jefe tribal de linaje? No obstante, desde que la reina envió allí a nuestro buen capitán Hobson como teniente gobernador, tales conflictos no existen. Ese hombre es un estratega genial. En 1840 hizo firmar a cuarenta y seis jefes de tribu un contrato por el cual se declaraban súbditos de la reina. La Corona tiene desde entonces derecho de retracto en todas las ventas de tierra.
Desafortunadamente, no todos tomaron parte y no todos los colonos son pacíficos. Ésta es la razón de que a veces se produzcan pequeños tumultos. Pero, esencialmente, el país es seguro… Así que ¡no hay nada que temer, Miss Davenport! -El señor Greenwood le guiñó el ojo a Helen.
La señora Greenwood frunció el entrecejo.
– ¿No estará considerando realmente la idea de abandonar Inglaterra, Miss Davenport?-—preguntó molesta-. ¿No pensará en serio contestar a ese anuncio indescriptible que ha publicado el párroco en la hoja de la comunidad? Contra la recomendación expresa de nuestro comité de damas, debo subrayar.
Helen luchaba de nuevo contra el rubor. -¿Qué anuncio? -quiso saber Robert, y se dirigió directamente a Helen, que sólo respondía con evasivas.
– Yo…, yo no sé muy bien de qué se trata. Era sólo una nota…
– Una comunidad de Nueva Zelanda busca muchachas que deseen casarse -explicó George a su padre-. Al parecer en ese paraíso de los mares del Sur escasean las mujeres.
– ¡George! -lo reprendió la señora Greenwood escandalizada.
El señor Greenwood se echó a reír.
– ¿Paraíso de los mares del Sur? No, el clima es más bien comparable al de Inglaterra -corrigió a su hijo-. Pero no es ningún secreto que en ultramar hay más hombres que mujeres. Exceptuando tal vez Australia, donde ha caído la escoria femenina de la sociedad: estafadoras, ladronas, prost…, bueno, chicas de costumbres ligeras. Pero si se trata de una emigración voluntaria, nuestras damas son menos amantes de la aventura que los señores. O bien van allí con sus esposos o no van. Un rasgo típico del carácter del sexo débil.
– ¡Ahí está! -dio la razón la señora Greenwood a su marido, mientras Helen se mordía la lengua. No estaba en absoluto tan convencida de la superioridad masculina. Le bastaba mirar a William o pensar en la carrera eternamente prolongada de su propio hermano. Bien escondido en su habitación, Helen guardaba incluso un libro de la feminista Mary Wollstonecraft, pero no iba a mencionar nada al respecto: la señora Greenwood la habría despedido de inmediato-. Sin la protección de un hombre, va contra la naturaleza femenina aventurarse en un sucio barco de emigrantes, alojarse en un país extraño y probablemente desempeñar tareas que Dios ha encomendado a los varones.
¡Y enviar a mujeres cristianas a ultramar para que se casen allí raya sin duda en la trata de mujeres!
– Bueno, pero no envían a las mujeres sin prepararlas -intervino Helen-. El anuncio prevé contactos epistolares previos.
Y se hablaba expresamente de caballeros de buena reputación y bien situados.
– Pensaba que no había visto el anuncio -se mofó el señor Greenwood, pero la sonrisa indulgente quitó severidad a las palabras.
Helen volvió a ruborizarse.
– Yo…, bueno, tal vez le he echado una rápida ojeada… George sonrió con ironía.
La señora Greenwood pareció no haber escuchado en absoluto la breve conversación. Ya hacía tiempo que se ocupaban de otro aspecto de la problemática neozelandesa.
– Mucho más engorroso que la falta de mujeres en las colonias me parece el problema con el servicio –declaró-. Hoy hemos discutido detalladamente al respecto en el comité del orfanato.
Es manifiesto que las mejores familias de… ¿cómo era que se llamaba ese sitio? ¿Christchurch? En cualquier caso, no encuentran allí un personal como es debido. Escasean sobre todo las sirvientas.
– Lo cual podría interpretarse como un síntoma secundario de la falta de mujeres general-observó el señor Greenwood.
Helen reprimió una sonrisa.
– Sea como fuere, el comité enviará a algunas de nuestras huérfanas -prosiguió Lucinda-. Tenemos cuatro o cinco criaturas aplicadas, de unos doce años, que ya son lo suficientemente mayores como para ganarse por sí mismas el sustento. En Inglaterra no encontramos ninguna colocación para ellas. Si bien la gente prefiere aquí muchachas mayores; allí estarán encantados
con ellas…
– Esto me produce una impresión más clara de tráfico de mujeres que el arreglo de matrimonios – objetó el señor Greenwood a su esposa. Lucinda le lanzó una mirada envenenada.
– ¡Actuamos sólo en interés de las niñas! -protestó y dobló con amaneramiento su servilleta.
Helen tenía serias dudas acerca de ello. Probablemente nadie se había tomado la molestia de enseñar a esas niñas ni siquiera un mínimo de las habilidades que en las casas de buena posición se esperaba de una sirvienta. En este sentido podía emplearse a esas pobres criaturas como ayudantes de cocina, como mucho, y, en tales casos, las cocineras preferían, claro está, campesinas fuertes en lugar de niñas de doce años mal alimentadas procedentes de un hospicio.
– En Christchurch las niñas tendrán perspectivas de encontrar un buen empleo. Y, naturalmente, nosotras las enviamos sólo a familias de muy buena reputación.
– Naturalmente -observó Robert, burlón-. Estoy seguro de que mantendréis con los futuros señores de las niñas una correspondencia tan amplia al menos como la que mantendrán las jóvenes damas casaderas con sus futuros esposos. La señora Greenwood frunció la frente indignada.
– ¡Robert, tú no me tomas en serio! -reprendió a su marido.
– Claro que te tomo en serio, cariño mío -contestó sonriendo el señor Greenwood-. ¿Cómo podría atribuir al honorable comité del orfanato otra cosa que no fueran las mejores y más virtuosas intenciones? Además, no iréis a enviar a ultramar a vuestras pequeñas discípulas sin ninguna vigilancia. Tal vez entre las jóvenes damas que desean contraer matrimonio se encuentre una persona merecedora de confianza que, por una pequeña contribución del comité en el coste del viaje, pueda ocuparse de las niñas…
La señora Greenwood no se manifestó al respecto y Helen se quedó de nuevo con la mirada clavada en su plato. Apenas había tocado el sabroso asado en cuya preparación la cocinera con certeza había empleado medio día. No obstante, sí se había percatado de la mirada de reojo, divertida e inquisitiva, que el señor Greenwood le había lanzado durante esa última intervención. Todo ello planteaba preguntas totalmente nuevas. Por ejemplo, Helen no había tenido en cuenta que un viaje a Nueva Zelanda había, era evidente, que pagarlo. ¿Podría no dejarle remordimientos que lo pagara su futuro esposo? ¿O adquiriría éste con ello derechos sobre una mujer que en realidad sólo le corresponderían cuando cara a cara le diera el consentimiento? No, toda esa historia de Nueva Zelanda era una locura. Helen tenía que sacársela de la cabeza. No estaba destinada a tener su propia familia. ¿O sí?
No, ¡no debía pensar más en ello! Pero en realidad, Helen Davenport no hizo más que dar vueltas a este asunto durante los días que siguieron.