Entrevista al poeta y ensayista argentino Carlos Barbarito

Por: Rolando
Revagliatti*
/ Argentina.
Carlos
Barbarito
nació
el 6 de febrero de 1955 en la ciudad de Pergamino, provincia de Buenos Aires,
la Argentina, y reside en Muñiz, también localidad bonaerense. Por su obra
poética obtuvo primeros premios y otras distinciones, y ha sido incluido en
antologías, en su país y en el extranjero. Fue traducido al holandés, italiano,
inglés, catalán, francés, griego, persa, filipino, turco y portugués. Entre
1984 y 2014 ha publicado, entre otros, los siguientes poemarios (en la
Argentina y otros países de América y Europa): Poesía quebrada, Teatro de
lirios, Éxodos y trenes
, Páginas del
poeta flaco
, Parte de entrañas, Bestiario de amor, Viga bajo el agua, La luz y
alguna cosa
, Desnuda materia, Puntos de fuga, La orilla desierta, Piedra
encerrada en piedra
, Figuras de ojo y
sombras
, Música humana y de paramecio,
Un fuego bajo un cielo que huye, Cenizas del mediodía, Feu sous un ciel en fuite (traducción de
Patrick Cintas), Paracelso. En el
campo de las artes plásticas publicó dos volúmenes: Acerca de las vanguardias. Arte argentino siglo XX (Comisión de
Homenaje a Jorge Feinsilber, Buenos Aires, 1990) y Roberto Aizenberg. Diálogos con Carlos Barbarito (Fundación
Federico Jorge Klemm Editora, Buenos Aires, 2001).
Pergamino, zona, tantas veces, inundada. Vayamos a
las lluvias en tu infancia.
CB — El agua, asunto que se repite en mis poemas. En todas sus
manifestaciones, siempre presente en cuanto escribo. Desde chico, desde que
recuerdo, la lluvia, las tormentas con sus relámpagos y truenos, me fascinaron
e inquietaron. Tal vez, la primera historia que me atrajo fue la del Diluvio,
con el arca moviéndose sobre las aguas. Pero no sólo se trató de lecturas,
también, y sobre todo, de experiencias personales: vivía yo con mis padres y
hermana en una casa muy frágil, que mi cabeza de niño vinculó de inmediato con
el arca, una casa que parecía venirse abajo con cada tormenta, sobre todo en
aquellas largas noches en las que, inevitablemente, se cortaba la electricidad
y debíamos encender velas. Casi ninguna tormenta posterior tuvo la intensidad
de las que viví en mi niñez, no sólo por que yo era un niño sino, también,
porque aquellas tormentas eran intensas y porque la casa parecía no poder
resistirlas. Pero hay más: los relatos de mis abuelos y mis padres, de mi madre
más que nadie, de las periódicas inundaciones, de los desbordes de los dos
arroyos que atraviesan Pergamino. En efecto, la ciudad donde nací y viví
treinta años padeció una nueva inundación, una más que se suma al más de un
centenar de acontecimientos semejantes desde fines del siglo XIX. Pocos días
después de la peor de las inundaciones que sufrió Pergamino, en 1995, recorrí
la ciudad. No sólo se trata de daños en las casas —de por sí terribles—, se
trata de lo que produce en las personas, heridas que tardan mucho en cicatrizar.
Aun hoy, luego de más de dos décadas, en las conversaciones con amigos
pergaminenses, aparece ese recuerdo.


— En entrevistas te fuiste refiriendo al
“Teatro de los Actorcitos de Madera” y a que aspirabas a destacarte como músico
o como futbolista.
CB — Lo
veo todavía a mi padre en la cocina de la casa de mis abuelos hablarme de los
“títeres de Podrecca” y, de inmediato, decirme que me preparara porque en un
rato actuaban “en el Monumental”. No me acuerdo nada del trayecto hasta la sala
pero, sí, me viene a la memoria un momento, apenas un momento: el escenario
iluminado y en él, las marionetas. Yo tendría tres años. Es uno de mis primeros
recuerdos. En el fútbol, soy simpatizante de Independiente, un jugador
discreto, que jamás salió del potrero para ingresar en algún equipo local. Mi
abuelo me llevaba, cada domingo, a la cancha del club Compañía —pasábamos bajo
el puente cercano a la casa de mis bisabuelos—. El nombre del club, como tantos
otros, tiene relación con el del ferrocarril —Compañía General Buenos Aires,
actual Belgrano—. De la cancha evoco los tablones de madera, las torres de
iluminación y los vestuarios con su olor a “aceite verde”. Un amigo de mi
abuelo, siempre presente en aquella tribuna, era capaz de repetir la formación
de cualquier equipo local y de Buenos Aires, de cualquier año. Yo, fascinado.
En cuanto a músico, ni hablemos: lo intenté sin ningún éxito.
— ¿Y algún recuerdo que nunca hayas
divulgado?
CB — Por alguna razón, oculta,
misteriosa, creo que nunca conté un hecho en mi niñez que registra una
fotografía que debe estar en casa de mi hermana —tal vez. Mi abuelo, Francisco,
era amigo de un pintor rosarino, Mario Guaragna. Guaragna era el encargado,
cada año, de pintar un mural en cada baile de carnaval en el Club Compañía. Esos
bailes de carnaval eran famosos: allí estuvieron Oscar Alemán, Pugliese,
Alberto Morán, Estela Raval antes de Los Cinco Latinos —creo que con Jazz Santa
Marta, o algo así—, Alberto Castillo, etc. Mi padre, bandoneonista, era músico
en la orquesta de Tito Comitte, allí tocaron muchas veces. Guaragna, supongo
que en 1956, se decidió por pintar un puerto con barcos. Por sugerencia de mi
abuelo, uno de los barcos se llamó «Carlos Osvaldo», mis dos nombres.
En la foto se ve a mi abuelo sosteniéndome en sus brazos, detrás el
mural. Otro recuerdo son las visitas que le hice a mi padre en su trabajo.
Él era telegrafista y la sala de transmisión, enorme, llena de aparatos, era
una caja de ruidos. Subiendo la escalera, en una antesala un busto de Samuel
Morse. El correo entonces funcionaba en un edificio señorial, que todavía
existe, bellísimo, que pertenece a la Sociedad Española. En el edificio había
consultorios, uno médico y otro odontológico. Me llevaron varias veces. Yo
amaba ir al dentista (una rareza) porque el doctor Armas López, me hablaba de
muchos temas, desde pintura hasta platillos voladores. Cosa que se repetía en
la peluquería del barrio, con el Sr. Doublas —nunca supe bien cómo se escribía
su apellido— ¿Por qué no los nombro al hablar de mis primeras influencias? No
lo sé.


— Adolescencia y juventud: y en esos
lapsos, vos, conduciendo programas radiales. ¿Algo más?…
CB — ¡Y de mi fugaz paso por la actuación! La
única como actor de teatro fue en Pergamino, allá por los ‘70. Yo integraba un
grupo… que lanzaba cohetes modelo, incluso con una rata de laboratorio en una
cápsula —regresó sana y salva… con el corazón algo acelerado—. No recuerdo
qué obra, pero fue en una salita de teatro de la Iglesia Metodista local, donde
tenía algunos amigos. Yo interpretaba el papel de un anciano, con el cabello y
la cara empolvados, que hablaba con una vela en la mano. Estaba tan nervioso
que me temblaba la voz. Claro, de modo no buscado, con ese temblor en la voz, y
la cara pálida, logré una buena performance.
Tuve programas de radio en una emisora de circuito cerrado
que se llamaba MAS, por el dueño, Masagué. Y colaboré en algunos de la otra
radio, ahora AM, MON, por su dueño, Montardit. Recuerdo un reportaje que le
hicimos Ricardo Wolter y yo a Roque Narvaja, en un bar frente a radio MON.
Organizábamos recitales en… la sala de las Hermanas Adoratrices. Allí
estuvieron Juan Carlos Baglietto y su sexteto Irreal, desde Rosario. En el
grupo organizador, el viejo amigo, Sergio Bonzón. Sí, Rolando, ¡hay tanto para contar!
Una curiosidad: fui
locutor en un pesebre en el Barrio Acevedo, en Pergamino. Como el guión era
—digamos— escaso, yo repetí una y otra vez, para llenar los espacios, hasta que
me cansé y dije cosas de mi propia cosecha. ¿Qué habré dicho? Los vecinos, al
parecer, felices.
— ¿Desde cuándo te desempeñaste como
bibliotecario?
CB —  A mediados de los ochenta. Eso fue ya en Muñiz. En mi ciudad natal,
entre 1972 y 1986,
entre los muchos
trabajos que realicé antes de ingresar como empleado en mesa de entradas en el
Juzgado en lo Civil y Comercial, trabajé en una escribanía, en un negocio de
ramos generales, cobrando entradas en los corsos locales. Intenté estudiar
letras, abandoné. Intenté estudiar artes visuales, abandoné.
— Tu quehacer inicial fue difundido en el
“Expreso Imaginario”.
CB — Sandra
Russo, a sus quince años, fue la primera persona que eligió uno de mis primeros
poemas para “Expreso Imaginario”. Y en un número posterior me publicaron otro.
Imposible recordar todas las revistas, sobre todo subterráneas, en las que
colaboré. Son decenas.
— Fundaste “Resonancias”: prensa
alternativa. Hubo otras.
CB — “Resonancias”,
por el tema de Pink Floyd, la hice con Ricardo Wolter. Luego, “Futuro”, con
Rafael Restaino. No mucho después, “Papeles y Razones”, una modestísima
publicación que no sobrepasó el número inaugural. No me olvido de “Siesta”, con
Sergio y Viviana Bonzón. Difundíamos sobre todo poesía, algún ensayito sobre
ecología, música… En alguna parte digo al respecto:
A partir
de 1974 o 1975 nos reunimos un grupo de amigos, en Pergamino, en la oficina de
mi padre, tesorero del sindicato de los trabajadores de correo. Era en la
planta alta de una galería ya desaparecida. Llevábamos los esténciles con
poemas, relatos, pensamientos, críticas de música, apuntes y aportes de las más
diversas extracciones. Con grandes dificultades los reuníamos y editábamos para,
luego, distribuirlos de mano en mano o por correo. Por alguna razón, nos
convertimos en parte importante de un entramado que, en su clímax, abarcó gran
parte del país. Pero esos papeles no eran un fin sino un medio. ¿Qué quiero
decir con esto? Que ellos fueron 
un punto de partida. Porque
nos permitieron la relación, el encuentro, la comunicación y el intercambio. En
días en que los medios masivos, con su habitual carga de toxicidad —mezcla de
distorsión, conformismo y vileza— se presentan como estación final, como único
destino, hasta hacernos creer que no hay más realidad o mundo que el que
muestran, recuerdo aquellas páginas abrochadas, con llamativos títulos, que
procuraban ser mediadoras, herramientas, llaves. Es decir, nada de acercar algo
digerido sino un nutriente a ser digerido, nada de algo acabado sino algunos
elementos para ser discutidos, puestos en tela de juicio, nada de repeticiones
sino un intento por ver las cosas de otro modo, situando la mira en otros
lugares, en fisuras, sótanos y orillas. Sabíamos lo que pensaban los hombres y
mujeres 
promedio de
nosotros, los 
bienpensantes de aquellos que leíamos a Artaud,
escuchábamos a King Crimson y escribíamos poemas. Éramos jóvenes, los jóvenes
desde siempre son 
sospechosos, y,
encima, traíamos un equipaje poco y nada habitual y a ese equipaje, como
querían los surrealistas en sus momentos más vitales, pretendíamos que fuese
una concepción del mundo. Una —léase— y no la única. Nunca logramos, por falta
de medios y tiempo, conocernos todos —todavía hoy encuentro a personas que
hicieron algo semejante en aquellas jornadas y de las que, en su momento, no
tuvimos ni noticias—. Fuimos más de lo que sospechábamos los movidos por el
espíritu de una época, tumultuosa, veloz, compleja.”




— Buena parte de tu quehacer literario se
ha difundido en la Red. En PDF, allí esta tu poemario “Oscura verdad bajo el cieno”.
CB — Siempre
trabajé, con gran fervor. Lo que aparece en ese formato, el pdf, es simplemente
un esbozo. Yo considero que lo definitivo (no me gusta esta palabra) es cuando
se reproduce en papel. Vivo todavía en la Era de Gutenberg, aunque utilizo en
gran medida Internet. Sí, colaboro con revistas electrónicas, sobre todo del
exterior. En cuanto al alcance de lo que uno publica en la red de redes, para
alguien como yo, nacido y criado entre vinilos y cintas magnéticas, resulta
algo maravilloso.
— Oigamos al escritor cubano Carlos M.
Luis (1932-2013) opinando sobre la direccionalidad que impone al lector tu
poética: “…a otras regiones donde los
días son de vinagre, las aguas se quedan sin substancia, el paraíso es algo
frágil que se disipa, o que alguien mañana se quedará ciego. La apertura del
lenguaje de este poeta hacia los sentimientos y la imaginación, pone en
evidencia la liberación de lo reprimido en el lugar de las apariciones.”
¿Qué
habrá quedado fuera en lo aquí descrito?… ¿Cuál fue el comentario sobre tu
obra que más te sorprendiera y te dejara pensando?
CB— Siempre queda algo afuera, afortunadamente, para futuras conversaciones.
En cuanto a algún comentario sobre mi obra que me haya sorprendido, uno del
pintor Marcelo Bordese. En pocas líneas logró sintetizar mi poesía, es más:
logró revelar y revelarme lo que apenas sospechaba:
Durante mucho tiempo me
pregunté qué me atraía de tu poesía. Las otras noches (qué extraño suena en
plural) creí vislumbrarlo: tengo la sensación que nombrás el mundo como si no
lo conocieras, cantás el mundo como si no lo entendieras del todo, o mejor aún,
como si lo desconocieras. Las circunstancias, sus móviles, los secretos
engranajes de la existencia (que los reduccionistas con envidiable tranquilidad
llaman azar-destino) te resultan inextricables, y te mueven —por fortuna— a un
perenne estupor. El universo es de naturaleza tantálica, lo sabés, tal vez por
eso la poesía es un milagro aparentemente próximo, pero siempre inasible,
aunque en ocasiones alcanzable. Carlos Barbarito, tal vez el mundo haya sido
hecho para no ser reconocido (Lc. 8, 10), producto de una divinidad sabia o
sádica; tal vez no toda ignorancia sea oscura; tal vez —y ya con
resplandeciente resignación— sólo sea posible cantar la duda.”
— En cierto cuestionario te definiste como
“un sapo de otro pozo”. ¿Por qué?
CB — Porque,
tal vez, aquel barco pintado en una pared con mis dos nombres me marcó para
siempre.
— En un libro se han socializado tus
diálogos con uno de los pintores y escultores más importantes de nuestro
país. 
CB — Fue producto de conversaciones con Roberto Aizenberg [1928-1996], cada
domingo de 1990, en su casa. Fue publicado recién en 2001, gracias a Federico
Klemm, a Laura Feinsilber y Charlie Espartaco, pero Aizenberg no logró verlo
impreso. Las repercusiones, muchas, aquí y en exterior, y no se han agotado. Es
mi libro más difundido, fuente para trabajos que se hicieron después.
— ¿Cómo te formaste en relación a escribir
sobre las artes plásticas?
CB — Fruto
del trabajo. Pero soy esencialmente (¿qué significa esencialmente? —se preguntó
alguna vez Borges) un poeta. O alguien que escribe poemas.
— ¿Algo que quisieras trasmitirnos a
propósito de algún largometraje que hayas visto recientemente?
CB — Ayer vi “Wittgenstein”, de Derek
Jarman. El vienés y Kierkegaard son, entre otras pocas, mis mayores
influencias, digamos librescas. No, no sólo librescas. Son, entre otros pocos,
mis compañeros de viaje aunque, a menudo, no logre entender cabalmente sus
escritos, sus ideas. Sobre todo, Wittgenstein. Pero ayer vi esa película y,
entre otras cuestiones, los numerosos intentos por huir de la filosofía
(estudios de ingeniería aeronáutica, maestro en provincia, jardinero,
aislamiento en Irlanda, trámites para ser peón en la Unión Soviética…), todos
rotundos fracasos. En la entrevista para un futuro libro colectivo, digo: “Ahora,
¿soy yo un poeta surrealista? No me atrevo a responder a la pregunta. Lo que sí
puedo decir es que en ocasiones me acerco al surrealismo —en el sentido de no
tener ideas previas, de eludir en lo posible todo control racional— para, en
otras, alejarme —recurriendo a lo preconcebido y a la razón— para, luego, en el
camino, volver a encontrarme con él. Encuentro y desencuentro que me llevan a
un reencuentro, mecanismo complejo, contradictorio, del que apenas puedo dar
cuenta. De lo único que estoy seguro es de la inseguridad humana ante el cosmos. Los Evangelios, desde el
fondo de los tiempos, lo dicen mejor que yo: vemos en espejo.”
Ahora pienso que esa huida y
posterior, fatal, reencuentro, podría extenderse a la poesía. ¿Por qué poesía y
no prosa? ¿Por qué escribo poemas? ¿Por qué hago lo que a menudo me trae dolor?
Digo también, a modo de explicación: “Borges dijo alguna vez que desde siempre supo
que tendría un destino literario. Yo
no. Debió pasar mucho tiempo para que yo adquiriera conciencia de que iba a ser
escritor. Me pregunto si lo soy, si realmente soy un escritor. Intenté ser
músico, pintor, profesor de literatura. Fracasé. Intenté aprender algún idioma.
Fracasé. Apenas si logro balbucear alguna cosa en inglés. Incluso, alguna vez
pensé en que moriría joven sin haber podido encontrar un modo de expresión.”
— ¿Qué es lo que menos tolerás?
CB — La
envidia y la hipocresía.
15 — Releí la novela Adolphe, del suizo Benjamin
Constant (1767-1830). Y en el mismo ejemplar, en un texto autobiográfico “me
atragantó” lo siguiente: “…no me creo más
valiente que otro cualquiera, pero una de las características con que me ha
dotado la naturaleza es un gran desprecio por la vida, e incluso unas ganas
ocultas de dejarla para evitar toda clase de fastidios que puedan acaecerme.”

Me identifiqué con su última afirmación.
CB — No siento desprecio por la vida. Ni tampoco por la muerte —que, dice
Wittgenstein, “le da sentido a la vida”—. La afirmación de Constant,
nítidamente, habla del suicidio. No me agrada la idea del suicidio porque si me
matara ya no podría ver escribir a mi mujer y regar las plantas, ver estudiar a
mi hija, ver a los gatos treparse a los árboles, ni oír música, la voz del
duendecito que, cuando menos lo espero, me dicta el primer verso y huye,
dejándome con la tarea de completar el poema.
¿Pintores que te hayan dejado perplejo?
CB —  Mejor,
hablaré de los que fueron capaces de maravillarme. Y, claro, esa maravilla trae
perplejidad, una bella perplejidad. Las imágenes reproducidas en un diccionario
enciclopédico que me compró mi padre, sobre todo dos, una de Rubens y otra de
Picasso; los dibujos de un artista plástico de mi ciudad, Rubén Albarracín, a
quien pedí que me ilustrara la portada de una modesta edición con mis primeros
poemas, en los setenta; los “humeantes” de Roberto Aizenberg, hallados de
pronto y sin aviso en una revista de las tantas que leí en el quiosco contiguo
a mi casa de la calle Zeballos… Hablo de aquellos lejanos días del “artista
cachorro”.
— ¿Poéticas que rechaces o no valores?
CB —  No
rechazo, amigo Rolando. Ni valoro por encima o por debajo de esto o aquello.
Sí, soy afín a cierta poética, pero con el paso de los años —creo— elaboré un
estilo, un modo de decir, una arquitectura que me resulta propia. Claro, las
influencias son muchas y variadas, desde el Génesis hasta Wallace Stevens.
Incluso, lecturas y experiencias que están en lo profundo de mí mismo y no
alcanzo a definir. Algunas de las cuales ni sospecho.
— ¿Qué te provocan tus primeros cuatro o cinco poemarios?
CB — Son, digamos, una preparación a lo que, años
después, conseguí. Y lo que conseguí es preparación a un Libro Futuro, que
—convengamos—, perfecto de toda perfección, jamás escribiré. Pero, claro,
insisto. De otro modo, ¿qué sería de mí?
— ¿De qué poetas, si fueras traductor, crearías tus propias versiones?
CB — Sin duda, Wallace Stevens. Y, también, Dylan Thomas.
*
Carlos
Barbarito selecciona poemas inéditos de su autoría para acompañar esta
entrevista:
¿Dónde se sitúa, entonces, la muerte?…
¿Dónde se sitúa, entonces, la muerte?
¿En recodo, pliegue? Lejos,
donde no alcanzo, el viento desvaría
y el curso del agua se tuerce
en dirección al salitre. Y el lenguaje,
éste, reduce su dignidad a una tos,
súbita y profunda. Enferma
de una enfermedad antigua,
ante la que el más poderoso remedio
es apenas un placebo.
¿Dónde? ¿En andén,
lágrima, coda, mineral, nudo?
*
Y de mí qué se embarca, qué ruta emprende…
…It looked as if a night of dark intent
Was coming, and not only a night, an age…
Robert Frost, Once by the Pacific
Y de mí qué se embarca, qué ruta emprende;
de mi mano, torpe música ciega
y una herida en el aire que exhalo.
Ignoro el pasado y el porvenir de la estrella,
qué se oculta bajo la tierra que piso,
por qué lo que se busca queda siempre del
otro lado
.
Estoy solo. Estás sola.
El perro acude y nos lame las manos.
¿Acude o se trata de un sueño?
Dejo una marca en la madera.
Ésta, con la punta del cuchillo.
¿Dejo una marca o lo sueño?
Sí, hablábamos de remotas constelaciones,
de súbitos prodigios, de lluvias extrañas;
pero sobrevino el silencio y fue espeso,
se hizo la tiniebla en pleno día
y ya no hubo razón para rarezas y milagros.
Y no pudimos vestirnos.
Y no pudimos desnudarnos.
*
Mi vida
fue un error –dijo…
Mi vida fue un error –dijo. Y se arrojó al
vacío.
Ese acto postrero, definitivo, ¿rompió el
cerrojo?
¿Pasó una esponja húmeda por cada una de las siete
heridas?
¿Delineó, con arte angélico, una vía de salida?
¿Dio paso al goce, el fruto rojo bajo una luz blanca?
¿Trajo una espuma duradera, un padre renovado?
¿Detuvo al arpón en pleno vuelo hacia el pez?
¿Repuso la médula, la espalda, la espina?
¿Rehízo el devastado reino del escarabajo y la
hormiga?
¿Desafiló el hacha, dio vista al ciego, recuperó
salario y jardín?
¿Qué del eterno instante del parto, del unísono coral
en viaje?
¿Qué del tributo seminal, del lento masaje en las
encías?
¿Qué del vino bebido a pequeños sorbos, junto al
fuego?
¿Y el sonido que, desde siempre, engendra?
¿Y el silencio que, desde siempre, acerca el agua a
las orillas?




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