Homenaje al escritor Roberto Burgos Cantor (1948-2018)

“Observo que las narraciones de estos días, como la
vida, pierden con prontitud el centro”


Foto: Ministerio de Cultura

Por: Libros y Letras/ Bogotá.

Fueron muchos los encuentros que Libros & Letras sostuvo con el
escritor Roberto Burgos Cantor. Algunas
páginas de nuestra revista estuvieron dedicadas al autor cartagenero que partió
este 16 de octubre a los 70 años de edad.
Burgos
Cantor
deja un enorme legado en la literatura colombiana, a la que dedicó gran
parte su vida. Su primer libro de cuentos publicado fue Lo amador (1980), al que le siguieron De gozos y desvelos (1987, Quiero
es cantar
(1998), Una siempre es la
misma
(2009), El secreto de Alicia
(2013).

Recientemente había publicado Ver lo que
veo
(2017), obra con la que se hizo merecedor del Premio Nacional de Novela.
 También fue autor de El patio de los vientos perdidos, La ceiba de la memoria y El médico del emperador y su hermano, Ese silencio, entre otras novelas.
Asimismo obtuvo el Premio Jorge
Gaitán Durán y el Premio de Narrativa José María Arguedas de Casa de las
Américas.
Aunque hoy, con una enorme tristeza debemos decirle adiós
a
Roberto Burgos, también le
agradecemos por habernos permitido imaginar el mundo a través de cada página de
sus libros. Y queremos recordarlo con algunas conversaciones que sostuvimos
sobre su pasión por el cuento, sus inicios en la literatura, su manera de crear historias, los autores que lo inspiraron, los personajes de los que se enamoró, su mirada sobre la literatura latinoamericana, la nostalgia por su cálida Cartagena, entre muchos otros temas de los que 
opinó.
Una rosa roja en su tumba.
– ¿Le
gusta más vivir en el silencio o a veces es buena la bulla? 
Yo combino bulla y silencio como
en el documental de Pablo Burgos. Hay
ruidos que conducen al silencio. 

¿Cómo surgió la primera imagen de su libro
Ese silencio
– Alguien me contaba la última
vez que vio al hombre con quien se había amado hacía muchos años. Fue un ver sin verse. 

¿Cuál es el tema central del libro? 
– Observo que las narraciones de
estos días, como la vida, pierden con prontitud el centro. Son más como un
laberinto de opciones, en todos los senderos te sientes perdido pero se camina.
En Ese silencio están el infierno y el amor, la
redención y la conciencia. Y narrar para saberse. 
-¿En dónde o en qué radica la
fascinación del cuento?
El cuento es un pariente muy
cercano de la poesía. Su orden cerrado, sus hallazgos repentinos, las
revelaciones de una intuición capaz de dar cuenta de lo innombrable, son
elementos que se conjugan para potenciar su capacidad de seducir, encantar,
fascinar. Es probable que en esa manera delicada y poco deliberada de acercarse
a lo invisible esté el secreto de su talismán secreto, como si cada palabra
ahondara en el orbe del misterio, de aquello que brota sin requerir desarrollos
progresivos.

¿En dónde radica la dificultad para escribir un cuento?
La
verdad es que en todas las artes subyace un elogio a la dificultad, No hay arte
fácil. Siempre se está proponiendo un riesgo, una revelación, muchas veces
incomprendida en su momento. Así en el cuento al construir su orden cerrado,
exacto, misterioso, sin ripios, se enfrenta el escritor al arte del joyero de
miniaturas: mostrar un mundo en eso minúsculo que en lugar de disminuir
agigante la percepción, profundiza la inquietud, torna incomodo a lo real.

¿Qué cuentistas le han robado el alma?
Para
responder con verdad hay que volver otra vez a la edad del asombro: ese momento
en el cual el escritor o quien pretende serlo (siempre, cada vez, se pretende
serlo) está en la incertidumbre de afinar su radar, de buscar lo que quiere y
lee como loco. Ese asombro de esa edad es inolvidable e irrepetible. Después
uno se convierte en un lector utilitario, se la pasa dasarmando mecanismos
narrativos, para nada, porque perdió la inocencia. Se lee entonces por
afinidades. Nada vuelve a ser igual. De esa edad del asombro: “Dublineses” del
que sabemos. “Al final del juego” y “Las armas secretas” de Julio Cortázar. “El Hacedor” de Jorge Luis Borges (Serán cuentos ¿?),
“El llano en llamas” de Juan Rulfo,
“Los funerales de la mama grande” de Gabriel
García Márquez
. Varios de Hemingway. Álvaro
Cepeda Samudio
. Somerset Maugham.
“La muralla china” de Franz Kafka.
Estos trece de William Faulkner.
Todos los de Juan Carlos Onetti (se
aprende mucho de los fracasos). Así en la paz como en la guerra de Guillermo Cabrera Infante. Joao Guimaraes Rosa, Rubem Fonseca.

Sus obras siempre tienen un dejo de nostalgia ¿Ésta siempre lo acompaña?
Sí.
La nostalgia de lo inasible, de lo que te lleva a buscar.

¿A veces es complicado para el escritor encontrar los títulos acertados para
sus novelas?
Con
los años uno comprende que los títulos son arbitrarios, pero tiene su
complicación encontrarlos.

¿A qué edad le picó el zancudo de la escritura? ¿Apareció una musa? ¿Qué
escribió? ¿A qué edad?
Es
probable que eso que llamas escritura, el arte de la escritura, esconda una
ambición noble: enriquecer la vida, ampliarla, postularle sentidos más allá de
su precariedad. Por eso tal vez ocurre que no es suficiente amar sino que hay
que escribir un amor; no basta con ser cobarde y expiarlo u ocultarlo sino que
hay que escribir un cuento, una novela y establecer esa vergüenza y su
salvación. O su extravío. Sentí de esto cuando estaba en la escolaridad de los
hermanos de La Salle.
Comenzaba
historias que no lograba concluir. Inventé una de
hormigas que llegaban a la luna en un satélite. Y así hasta terminar el
bachillerato cuando escuché un relato a un señor mayor, una especie de padre de
resto de crianza de mi madre. Me puse a recrearlo y encontré sin darme cuenta
el tono y la forma. Debía tener quince años por entonces.
– Cuando
dijo en casa que quería ser escritor, ¿pusieron el grito en el cielo?
Mi
vocación junto con sus garabatos fue descubierta por mi madre. Ella recurrió a
su marido, mi padre, quien como era natural en la época atendía los asuntos
fuera de lo ordinario que tenían que ver con los hijos varones. Ambos, padre y
madre, eran educadores. El señor ejercía en la Universidad y la
señora en la casa. Una delicada imparcialidad por parte de mi padre, respetuosa
por cierto y no exenta de amor, lo llevó a consultar los papeles que le entregó
mi madre con Manuel Zapata Olivella.
Este antecedente dispuso el camino para que al momento de concluir la
secundaria y definir la profesión se pudiera hablar de la vocación íntima. Mi
padre recomendó que estudiara Derecho por el sentido humanístico que tenía en
esa época. No lo entendí mucho pero con los años aumenta la gratitud con él
porque me permitió salvaguardar la autonomía de la literatura, no subordinarla
al pan comer; y también he ido encontrando en el arte un sentido de justicia
que estaba en esa profesión del Derecho hoy envilecida.
– ¿Cómo
fueron sus primeros intentos de escribir?
Aunque
no lo sabía Cartagena de Indias insistía en ser una urbe cuidada y propia de reyes.
Así una tarde me encontré enfrentado a decir la belleza de una niña del barrio
que fue coronada reina del baile. Quedé desconcertado por la virtud de las
palabras que arañan la belleza. Pero eso no era. Después el silencio y la
clandestinidad me llevaron a escribir a escondidas. Allí apartado de cualquier
destino, entregado al designio de incertidumbre de las palabras, las vi llegar.
Así fue que yo pude ver.
– ¿Cómo
se llamó el primer intento publicado en un suplemento o en un periódico o en un
libro?
Si
de intento se trata supongo que fue una nota sobre Jorge Luis Borges quien había estado en la Universidad de
Cartagena presentado por Fernando Arbeláez
y mi padre. Esa nota, la primera escritura de mi vida la publicó el maestro José Morillo en el Diario de la Costa. Ya sabes que cada ciudad tiene un sabio clandestino. En Cartagena de
Indias había dos: en el periódico
El Universal
Manuel Clemente Zabala, el jefe de redacción de Gabriel García Márquez; y en el Diario de la Costa, José Morillo.


– Volvamos
a los cuentos. ¿Hoy cree que es más complicado escribir cuentos que novelas?
Ambos
son cada vez más difíciles. El arte
es el único oficio que no acumula experiencia. Cuando lo hace se vuelve
repetición, fórmula, aburrimiento. Lo que conserva el artista es la fuerza de
la niñez para seguir tirándose a abismos desconocidos.
En el cuento te puede destruir la iluminación; en la novela el riesgo de quedar
atrapado en un espacio donde se podría vivir.
– ¿Existe
algún secreto para que algunos cuentos perduren en el recuerdo de la gente como
un tatuaje y otros se evaporen en forma inmediata?
Es
como en el amor: a veces una mujer bella con esa leve sombra de imperfección
necesaria para despertar la mirada encanta a alguien y a otro lo deja
indiferente. ¿Por qué? La sensibilidad y la formación establecen afinidades.
Quien ve un cuento que lo marca es porque también se está viendo. No te podría
explicar por qué el cuento » Manuscrito hallado en una botella» de
Edgar Alan Poe es el que está en mi a pesar de reconocer y gozar cada vez que
lo leo lo que aporta y revela «Los crímenes de la calle Morgue». Debe
ser la diferencia entre el espíritu y la mente.

-Cuando
apareció su primer cuento en letras de molde ¿qué sensación tuvo?
Concluía
la secundaria cuando apareció en la revista Letras
Nacionales
, La lechuza dijo el réquiem. Me asusté mucho y
escondí la revista al pensar que estaba metido en un fenomenal lío.

– Pero luego esa
“Lechuza” le abrió caminos. ¿Fue así?

Si. Estar metido en un lío se
manifiesta pronto. Yo recibí con motivo de «La lechuza dijo el
réquiem» una bella carta, manuscrita con letra elegante, clara, ordenada,
de maestro, de Policarpo Varón, quien la firmaba en El Cisne, un legendario
bar, restaurante, sitio de tertulias de la Bogotá de entonces. Al poco tiempo otra carta, con
menos modales de correspondencia, de Gerardo Rivas Moreno me solicitaba un
cuento para una antología que salió al poco tiempo: 15 cuentistas colombianos. Le envié «Cadáveres para el
alba». Con este cuento el director de cine Duni Kusmanitz realizó un cortometraje.
Y estando en el primer año de los estudios universitarios en Bogotá me
sorprendió un cheque, en marcos, nunca lo pude cambiar, por concepto de los
derechos de una traducción que había hecho alguien que firmaba Peter
Schultze-Kraft,
por un antología en alemán que sólo pude conseguir diez años
después. Como ves nada se reproduce más rápido que los líos. Y el peso en el
alma de sostener el merecimiento de que te llamaran escritor.

– ¿Cómo veía el mundo de
las letras en Colombia, con El Cisne, el nadaísmo,
Cóndores no entierran todos los
días
, el Premio Esso
de Novela,
El Noviembre llega el arzobispo, La
mala hora…
Era
un mundo de una presencia significativa en la sociedad. Acababa de cumplirse un
ciclo interesante de novelas y cuentos sobre la violencia rural de los años
cincuenta. Su aspecto testimonial, la condena moral, su ingenuidad estética,
empezó a debatirse con aquel escrito de García
Márquez
sobre una narrativa que se ensañaba en los muertos y olvidaba a los
vivos. Para muchos de mi edad nos seducía el fenómeno político que empezaba a
incubarse con los análisis sociales del padre Camilo Torres. Y éramos fanáticos de la revista Mito y dos libros que habían publicado: La casa grande de Álvaro
Cepeda Samudio
y unos cuentos de Pedro
Gómez Valderrama
. Por supuesto los ensayos y la poesía de Gaitán Durán eran leídos con fervor.
Ahora que lo preguntas,  recuerdo esos
años como una época de confluencia. Los debates de Jorge Zalamea. Las irreverencia religiosas unas del Nadaísmo y la
rebelión política que acabó con la vida de “El hombre de la llama”. Empezaba la
experiencia de Letras Nacionales
dirigida por Manuel Zapata Olivella
y en cuyos primeros números se publicaron unos ensayos con ambición total sobre
el arte colombiano de Francisco Posada
Díaz
. Y por supuesto mencionas a Héctor
Rojas Herazo
quien con su novela Respirando
el Verano
quedó de segundo premio nacional de novela el año que ganó La
Mala Hora
.
Para los escritores que nos iniciábamos había
una rica modernidad en el debate pero una asfixiante ruralidad en la mayor
parte de la producción literaria.
– Mientras
unos tiraban piedras, los otros se iban para la guerrilla, los de más allá
adorában al Che y seguían al cura Camilo, y los de mucho más allá
escribían. ¿En qué bando estaba?
Eran
tiempos aquellos en los cuales la idea de la revolución era la gran devoradora.
Exigía sacrificios. Yo estaba en el infierno de ser leal a la vocación de
escritor y torturarme con las incertidumbres sobre la realidad de la violencia.
Prefería la imaginación al poder que como ya sabes termina expulsada por las
temerosas ortodoxias de la autoridad temerosa.
– ¿De
qué protagonistas de qué novelas se enamoró?
Bueno,
allí quedan como esas esquelas de las cuales uno no se decide a desprenderse:
Meursault, de El Extranjero, de Camus.
Natasha, de Guerra y Paz, de Tostoi.
La pastora Marcela de El hidalgo caballero Don Quijote.
Odette, de En la búsqueda del tiempo
perdido
, de Proust.
Holly Golightly, de Desayuno en Tiffany´s,
de Capote.
La maga, de Rayuela, de Cortázar.
Alejandra, de Sobre Heroes y Tumbas,
de Sabato.
La Habana, de La Habana para un Infante Difunto, de Cabrera Infante.
El de los pescaditos de oro, de Cien años
de soledad
, de García Márquez.
La ballena, de Moby Dick, de Melville.
Melissa, de El cuarteto de Alejandría,
de Durrell.
La muchacha de Brighton Rock, de Graham
Greene
.
La rusa, de La consagración de la Primavera, de Carpentier.
Y así. Como ves aquí la poligamia es fecunda y ambiciosa.
– ¿Devoraba con inmensa pasión las obras de qué escritores colombianos y latinoamericanos?
Es
un tiempo de la vida en que se lee en medio de un ambicioso desorden. Es el
tiempo en que el escritor cachorro busca sus parientes, afina su intuición, se
esfuerza por encontrar interlocutores. Leí mucho de la literatura llamada de la
violencia con su esfuerzo moral y testimonial. Quería saber en qué estado del
arte estaba mi tierra. Leí A Zapata Olivella, Caballero Calderón, Jorge
Zalamea
, José Antonio Osorio Lizarazo, Eutiquio Leal, Alberto Sierra, Álvaro
Cepeda Samudio
, Manuel Mejía Vallejo, Antonio Montaña, Fuenmayor, Gabriel
García Márquez
, Enrique Posada, Eduardo Zalamea. Rivera. Isaacs. Soto Aparicio,
Gaitán Durán
. Conocí los cuentos de Rulfo. Leí a Vargas Llosa, al Sábato de El Túnel, a Borges, a Asturias, a
Neruda, a Icaza, a Roa Bastos. Cuentos de Cortázar. Si, los leí antes de
venirme a Bogotá.
– Cuándo
llega a Bogotá, ¿qué ideas tenía de esta ciudad?
Tenía
una idea que tal vez conté en Señas
Particulares
(mi libro de testimonio de la vocación) y era tomar un poco de
distancia de la vida en el Caribe, del ámbito familiar. En el Caribe a fuerza
de ser solidarios y amistosos la vida se convierte en un tejido que no permite
la soledad. También me ocurría que la vida universitaria en Cartagena de Indias
me permitiría privilegios por la reputación de mi padre quien había fundado el
Departamento de Humanidades de la Universidad de Cartagena. De alguna manera Bogotá
tenía la leyenda del frío, del recogimiento, de los café, de las librerías. Y
así me vine para la
Universidad Nacional
, la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas y
Sociales que fue una experiencia que afinó y determinó mi mirada del mundo.
– ¿Fue
muy duro romper ese cordón umbilical entre el calor y la cultura de Cartagena,
los abrazos del papá y las caricias de la mamá, para tratar de querer una
ciudad, grande, fría, lejana?
Si.
Todo el tiempo me persigue la ausencia del mar. Creo que el ingrediente de
nostalgia o melancolía que se asoma en mi proviene de haber abandonado a
Cartagena de Indias, la bella. Ya sabes que la pregunta semanal de Eligio García Márquez, con una
constancia ejemplar, durante sus últimos cinco años fue: ¿Y cuándo nos volvemos
a Cartagena, la cangrejera? 
– En
aquellos años ¿leía más escritores europeos, estadounidenses, latinoamericanos?
¿Era la fantasía del boom? ¿de los colombianos?
La
verdad es que durante los años de formación del escritor, formación que no
acaba nunca, se lee con una voracidad abierta, insaciable. Con las lecturas el
escritor se da cuenta que una vez establecido el estado del arte, más que leer
por ambición se lee para encontrar interlocutores, esas lecturas que hacen
guiños. Así leía de todo.
– ¿A
quién quería copiar cuando empezó con este maravilloso oficio de escribir?
Es
probable que mi encandilamiento estuviera con Joyce y Kafka. Pero se
abría camino, muy temprano, la oscura conciencia de que nadie puede escribir
como otro. Que todo el empeño consiste en encontrarse con uno mismo. Encuentro
no siempre posible. Copiar a otro es estéril, al contrario del copista aprendiz
de pintor, aprende de copiar. En la literatura no. Se termina como Menard el
personaje de Borges. La expresión no
es termina como, sino queda como está.
– ¿Cree
que encuentros como el Hay Festival sean un poco discriminatorios?
El
mundo del comercio, de la llamada industria cultural, ha creado la engañifa de
que el arte, los artistas, los libros, hay que ponerlos cerca al público. Nadie
se opondría a tan loable propósito sino ocurriera que la noción de cercanía y
de público están impregnadas de un profundo desprecio hacia la gente, se parte
de que la gente es tonta y no entiende nada; y consideran que solo puede ser
cercano lo fácil, lo que no problematiza, lo que se parece a la media que el
comercio crea para evitar demandas de calidad. Ahora por principio, en un
país de abundantes y violentos desencuentros, todo encuentro sirve para generar
comunicación, humanidad, diálogo. Por supuesto, así como pienso que las
campañas políticas deben excluir de manera total el dinero, con mucha más razón
es indispensable erradicar el negocio de la difusión de los bienes culturales
entre una comunidad dada.



Para los escritores que nos iniciábamos había una rica modernidad en el debate pero una asfixiante ruralidad en la mayor parte de la producción literaria.




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