Por: Felipe Lozano / Bogotá.
A Isa, de todo corazón
Llegó un día al atardecer. El sol simulaba pintar con sus tonos rojizos las blancas paredes de la sala. Ver resaltada la belleza de cada una de las piezas por la entrada de los rayos solares era un espectáculo sin igual. Confirmamos que la luz que ingresaba por la enorme ventana no representaba un peligro inminente para la conservación de las pinturas, los dibujos y los objetos que fueran susceptibles a deteriorarse. Confiábamos en que el filtro opalizado que habíamos instalado en esa ventana hace un par de semanas fuera suficiente para evitar la despigmentación y otros tantos males que provoca la exposición excesiva de algunas piezas a la luz.
Ahí estaba, a la entrada de la sala, con ese aire de prepotencia y confianza que caracteriza a algunos de los nuevos cuando llegan al museo. Mirábamos de reojo, mientras trapeaban la sala. “Al César lo que es del César”, como dice el adagio: no podíamos negar que su presencia marcaba la diferencia entre el grupo. María no me comentó nada, pero, por su mirada tímida y mejillas sonrojadas, pude deducir que se sentía atraída.
Luego, muy campante y triunfal, ingresó a la sala. Avanzó unos cuantos metros y, súbitamente, se detuvo frente al cuadro de aquella mujer desnuda. En ella se clavaron sus ojos. Ese final de la tarde, en que se proyectaba en las paredes aquel naranja que antecede al anochecer, sería testigo del inicio de su fruición por la mujer.
Al llegar la noche, todo era silencio. Por la enorme ventana se filtraba la luz plateada de la luna, la cual hacía parecer que la sala no estuviese en el museo, sino fuera de él. Estaba magníficamente iluminada, ningún rincón quedaba en la penumbra. Ahí, frente a la mujer desnuda, se encontraba aún observándola. Inmóvil, contemplaba su pelo, tan negro como el mar en la noche, que buscaba descansar en su pecho y ocultar en vano la redondez de sus senos. Unos cuantos mechones descendían por su hombro izquierdo, mientras que el derecho se exponía sublime en su lozanía. Yacía cómodamente en un diván de tapicería vinotinto. Se encontraba apoyada en su brazo izquierdo, mientras que las yemas de los dedos de su mano derecha, parecían recorrer con ternura su vientre.
Con el cruce de sus piernas, el encuentro de sus blancos muslos, ocultaban su sexo. Su piel blanca y perlada por un tímido sudor que resaltaba sus curvaturas, contrastaba con el oscuro fondo, en el que se alcanzaban a ver unas pequeñas cortinas verde oliva, las cuales, con el paso del viento que entraba con libertad por una ventana, bailaban en dirección a la mujer.
Su cuerpo, una obra maestra del canon academicista, correspondía a la belleza sin par de su rostro. Tenía unas anchas cejas negras, sobre unos ojos igual de negros, los cuales alojaban una profundidad infinita. Una nariz fileña se asomaba entre unos pómulos tiernamente abultados. En su frente, aún sin corromper por las líneas de expresión, caía algo de su pelo. Su boca, entreabierta por una pícara sonrisa, parecía esperar un beso. Su beso, tal vez. O eso era lo que deseaba.
El cruce de sus miradas burlaba el paso de las horas. Había llegado el azul de la madrugada y todavía se encontraba contemplándola. Qué deseos incontenibles de tocarla, sentirla tan cerca como soñaba, besarla y amarla más allá de lo imposible. Porque así era: imposible. ¿Cómo estar piel a piel con una mujer retratada en un cuadro del siglo XIX?, ¿cómo sustraerla de su bella prisión de madera?, ¿cómo manifestarle todo lo que había soñado en esas horas y todo lo que le hacía sentir, sin que hubiese existido contacto?, ¿cómo podía oírle?, ¿cómo podía ella acabar con su pétrea condición? Sentía un gran dolor, pero no dejaba de mirarla. Tal vez eso era lo único posible: mirarla, contemplar su cuerpo vulnerable por la desnudez, sus dedos acariciando su vientre, sus piernas ocultando su sexo, su rostro sin par y aquellos labios que añoraban un beso. Su beso, tal vez.
Al entrar los primeros rayos del amanecer, sabía que se había enamorado. Eso, al parecer, también era posible. Y con la llegada de muchas albas y varios ocasos, su amor crecía. Y todos lo sabíamos. Todos los días lo notábamos. Comenzamos a conocerla como “la estatua de la mujer desnuda”. Podíamos haberle dicho “la estatua frente a la mujer desnuda”, pero no. Fuimos justos con la preposición, porque le pertenecía. La estatua era de la mujer desnuda y solamente de ella.
Hace unos meses comenzó un proceso de renovación de guiones museológicos y nos dieron la orden de trasladar el cuadro de la mujer a una de las salas del piso de abajo. Creo que esa fue la razón para que naciera el mito – urbano, como le dicen muchos-. Cuentan que en las noches, en la sala en la que se encontraba antes, se oye crujir el suelo, como si alguien caminara y buscara, desesperadamente, algo que se le ha perdido.