No. 7107, Bogotá, Viernes 26 de Junio del 2015
Sobre El sol y la carne de Camila Charry Noriega
Un buen libro es siempre una puerta: toda página nos conduce a otros libros, autores, recuerdos, épocas o ciudades.
Ya desde sus primeras poesías, El sol y la carne me regresó a mis nueve años, cuando viajé junto a mis padres a Italia, para que mi papá se reencontrara con su hermano Guerino tras décadas de ausencia.
Una madrugada, a poco de llegar, me despertó un sonido de voces. Dejé mi habitación y recorrí un largo pasillo. Las voces, que provenían de la biblioteca, eran las de mi padre y mi tío. Me asomé evitando hacer ruido. Allí estaban los dos hermanos entre libros de poesía, gastados álbumes de fotos y botellas de vino, recordando al borde del llanto anécdotas de su niñez durante la guerra. La pálida lámpara que los alumbraba les daba un aire atemporal: no parecían dos hombres de setenta años sino un par de adolescentes cometiendo una travesura a espaldas del mundo. Me ajusté el pijama, avancé un paso y les pregunté qué hacían. Pese a que los sorprendió mi presencia, tío Guerino me invitó a sentarme a su lado para escuchar a papá que recitaba los poemas de un polvoriento libro de Giuseppe Ungaretti: El puerto sepultado. Minutos después, recuerdo haberles preguntado por qué leían con tanta emoción aquellos versos tan cargados de dolor y muerte. Se miraron entre ellos y fue mi padre quien respondió: “Porque hay un sola manera de superar la muerte: alumbrándola”.
Para darle la razón a quienes creen que un lazo invisible une a los grandes escritores más allá de cualquier geografía y época, Charry Noriega se vale de cada verso de El sol y la carne para dialogar con aquel poeta nacido en el siglo XIX que conmovió a mi padre cuando yo era apenas un niño; señala, denuncia —y alumbra— la violenta oscuridad de su tierra así como Alberti y León Felipe lo hicieron en la España de plomo; le reclama a Dios como aquel Serrat que en los 70’ recitaba: “… pero Padre déjese usted de llorar, que nos han declarado la guerra.”
Bien lo señala Eduardo Chirinos en el magnífico prólogo de El sol y la carne: los poemas de Charry Noriega son una herida abierta de la que mana el dolor más acendrado. Sin embargo, sus versos no solo auscultan a los ignorados de siempre, a ese mundo subterráneo atestado de desterrados, cadáveres hediondos y perros hambrientos; Charry Noriega también encuentra espacio para el sosiego, cierra los ojos para observar bien dentro de sí misma y se pregunta cuál es su lugar entre tanta barbarie:
Escribo
desde la desgarradura de la tarde
cuando el último pájaro
trina en una rama
mientras lo imagino.
Si es verdad que todo buen libro tiene un mandato, El sol y la carne cumple con el suyo: recordarle al lector desprevenido que la poesía también es capaz de revelar y echar luz al horror que nos rodea. A fin de cuentas, quien quiera estudiar y juzgar —y por qué no, también comprender— a una nación entera decidida a ahogarse en un baño de sangre, encontrará más respuestas en la cruel y bella poesía de El sol y la carne que en cualquier ensayo político o libro de historia. Y si es cierto que todo poeta tiene un destino, Camila Charry Noriega también cumple con creces el suyo: dejarse enredar por el lazo que une a Ungaretti, Felipe, Alberti y algunos pocos privilegiados capaces de vencer al espacio y al tiempo con la sola empuñadura de su palabra.