Un adiós para la Librería Nueva y la Librería Científica

Por: Víctor Bustamante / Medellín / Colombia / Tomado de neonadaismo2011.blogspot.com
De nuevo el Centro de la ciudad, de Medellín, digo, sufre otro revés: han cerrado dos de sus librerías más representativas: Librería Nueva y Librería Científica. Digo revés porque el empobrecimiento cultural continúa a pasos agigantados y seguros. El año pasado habían cerrado la Librería Dante; lo otro, es lo previsible en el desmantelamiento de los teatros, con lo cual Medellín se quedó sin una posibilidad de ser buscada, sentida a través de lo que es su corazón, su parte pensante, la posibilidad de un encuentro de un libro mirado ya sea en la vitrina o en una búsqueda inusitada; debido a la indolencia, que lleva al abandono. Poco a poco el Centro, al perder su parte cultural, se convierte en ese gran galpón de mercaderías chinas, de almacenes con su oferta de champús y línea de belleza, de ropas, y, por supuesto, de objetos de segunda, robados, y de la ilegalidad que campea en diversos niveles por sus calles más emblemáticas. Digo emblemáticas porque lo fueron, ahora solo son hastío y hacinamiento.
Boyacá, Colombia, Bolívar Palacé, Junín, La Playa, y sus otras calles representativas se convierten en calles desteñidas: tráfico trágico, caótico, hacinamiento, vendedores de cachivaches, jibaros, putillas. O sea, Guayaquil ya fue sacado de su lugar original y permea el Centro. Y este es el signo de la decadencia a ojos de todos. Nadie hace nada por el casco histórico de la ciudad; o sí, los urbanizadores con sus mandíbulas babeantes para tumbar los edificios históricos, con curadores non sanctos cuyo conocimiento de Medellín es de una profundidad de medio centímetro.
El Centro refleja el ser del antioqueño: mezquino y miserable con su cultura. En cada local ve solo una posibilidad de llenarse de dinero; así, las librerías salen derrotadas ante esa mentalidad enfermiza de la ganancia y del lucro a como dé lugar. Cierto, las librerías, como los teatros son desplazadas hacia otros lugares o a desaparecer. Así como en el antiguo Guayaquil no había librerías. Ahora, en esa nueva versión del Guayaquil simulado y extendido al Centro, con otro nombre, el Hueco, no hay espacio sino para el lucro personal, legal o ilegal, de ahí no se tiene escapatoria.
Así Junín, sin la Librería Nueva, pierde su lugar cultural de más relevancia, y deja de ser un punto de encuentro para ser una calle de cafeterías de todo a 500. Así, tampoco la calle Boyacá, al cerrar la Librería Científica, resiste el embate de las nuevas formas de comercio, ya sea callejero o legal. Ambas librerías declinan ante el salvajismo del comercio que no augura sino la ganancia per se, síntomas de la pauperización no solo cultural de la ciudad sino de sus habitantes.
Pero hablemos de nuevo del libro, del abandono de las librerías, de la nulidad de políticas públicas sobre el tema. Con cada librería que se cierra se rompe el eslabón de la cadena del libro. No bastan las triquiñuelas jurídicas. Una librería no se debería tratar como un negocio cualquiera como los fastuosos centros de belleza, las cafeterías, las ventas de buñuelos y empanadas, los asaderos de pollos, sino de ser un sitio donde el espíritu se cultiva con los libros que esperan a sus lectores.
Pero también ante este réquiem, que sepulta el Centro construido por generaciones anteriores, no deberíamos olvidar que el edificio donde existió la Librería Nueva, así se encuentre masacrado por su uso, y abuso, por sus afiches que lo ocultan, es el último edificio de los años 30, casi intacto en la calle Junín. El otro era el Club Unión. Ya sabemos que eso a nadie le interesa en la ciudad más educada o en la más innovadora. 
Queda una pregunta como coda, en este edificio, en su interior, en la década de los años 70 fue asesinada la administradora de la Librería Nueva durante un fin de semana; ella fue encontrada al lunes, y el crimen fue pasto de diversas conjeturas, ya que un asesinato en una librería es un verdadero oxímoron. Por supuesto, nunca se develó el misterio de ese asesinato. Ni Dupin, ni Poirot, ni Sherlock Holmes, ni Marlowe y menos 007, James Bond, solucionarían este caso.
Cierto, en una librería existe una nueva forma de diálogo, de aquellos autores que pensaron la ciudad, que viajaron a un sitio exótico y nos revelaron su misterio, o aún más, escondido de quien viajó a un lugar conocido y miró un aspecto que nadie observó. Los libros además abren las puertas para que le mente piense, para que el diálogo entre culturas perviva. En los libros de poesía nos volvemos inmortales: en síntesis, ahí, en ellos, nos espera el diálogo con los saberes y con la eternidad de las palabras y con el balbuceo del hombre, quien no solo ha sido capaz de escribir los verso más dulces sino vivir en guerra perenne, pero también pensarse así mismo.
Con la desaparición de estas librerías continúa el declive del Centro, que pasa de ser un lugar amado, el cuadrivio de tantos pasos, de tantos flaneurs, a un lugar evitado, olvidado, guayaquilizado, de la peor catadura. Allí se manifiesta, no la evolución de la ciudad, sino la costumbre del medellinense de abandonar lo que ha creado, símbolo de su peor catadura: la insensibilidad del negociante.

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