Una legendaria travesía a La María. Reseña del nuevo libro de Gonzalo España

En La mítica travesía de Gonzalo España, la generosa mirada que Yuso Takeshima da a la María tiene un especial hechizo, pues es el redescubrimiento de una novela pionera que se ha ido olvidando.

Los libros tienen un destino que nadie elige. Un destino que, con frecuencia, se pierde en el trasegar de los lectores y de los críticos, y con el tiempo se diluye en una lejana idea. Pero hay, de repente, un encuentro del autor –y el lector– con una historia que convoca nuevas y apasionadas lecturas. Esta es, quizás, la más asombrosa de las circunstancias que trasmite el libro de Gonzalo España, La mítica travesía de Yuso Takeshima.

Tiene el encanto de llevarnos, como sucede con los libros de viajeros, por unos caminos insospechados, en momentos sorprendentes de la historia, sin importar si la ficción o la realidad están ahí para desconcertar o proponer las múltiples y posibles lecturas que se quieran hacer y que se descubren cuando apenas se ha terminado de leer. Luisa María Alcott, una olvidada autora norteamericana del siglo XIX, decía que “es un buen libro aquel que se abre con interés y se cierra con provecho”. 

Los recursos del escritor son insondables. Ni él mismo los conoce, ni los alcanza a percibir en ese ejercicio de la escritura que tantas pasiones encierra. Las lecturas y los encuentros con las historias son poco advertidos por quienes caminan a través de las páginas que han sido elevadas al nivel del arte, de la literatura. En La mítica travesía la generosa mirada que Yuso Takeshima da a la María tiene un especial hechizo, pues es el redescubrimiento de una novela pionera que se ha ido olvidando.

Amé la María tan pronto la abrí. Recuerdo que apenas al leer sus primeras líneas, los lejanos y desconocidos aromas del Valle del Cauca embriagaron mi espíritu. Lo llamé “libro perfumado”, pues efectivamente desprende oleadas de aromas que embriagan el alma. Se trata de sensaciones que los japoneses nunca hemos percibido, pero que nos resultan cercanas, vienen de otras latitudes, nos impregnan como si llegaran de una vida anterior. A medida que avanzaba les leía a mis alumnos, a ellos les ha ocurrido lo mismo. El señor Isaacs parecía estar describiendo una parte nostálgica y desaparecida de nuestra adorada Kanto. Se lo comenté al señor Tsubouchi Shoyo, mi joven profesor de literatura, que me animó mucho para que emprendiera su traducción.

Esas impresiones del protagonista, y la aventura de su viaje “mítico”, van redescubriendo el valor de la novela “romántica” que fue María yque gozó, durante muchos años, de especial jerarquía, no solo en Colombia sino en Latinoamérica. Y al tiempo devela las inmensas dificultades que los viajeros tenían en esos entonces para llegar, desde el norte, al interior del país y las peripecias que se vivían, que se convertían, casi sin quererlo, en legendarias aventuras en las que, además, había que contar los avatares de las eternas guerras en que estuvo envuelto el país desde la independencia. Así, con La mítica travesía, se pueden descubrir los infortunios del célebre Efraín cuando supo que María había muerto y regresó a su casa, allá en el Valle, en El paraíso. Sin duda la pregunta que hizo un estudiante es la que a todos asalta: ¿Cuánto duró el viaje de retorno?

Hoy sorprende saber que duraba más un viaje desde Cali hasta Cartagena que desde esta última ciudad a Estados Unidos o a Europa. Los tropiezos eran de toda índole, humanos y terrenales.

Calamar es una localidad fantasmal, presidida por el huérfano pedestal de algún prócer volado por un cañonazo. Un conjunto de construcciones carcomidas por la viruela de la metralla, y horadadas por el fuego del cañón, posiblemente la casa de la aduana, la iglesia y la alcaldía, confluyen en el malecón en ruinas alrededor de la desaparecida estatua del prócer. El embarcadero de tablas cala el agua como la quilla de un buque, de ahí tal vez el nombre del lugar. Al frente, casi al otro lado del río, se pudren el Luz y la balandra Carlota, barcos radicales que fueron echados a pique por los cañones de los defensores. Todos esos detalles me llenaron los ojos y los oídos, pero lo que se escuchaba al fondo, lo que intentaba sonar con tonos alegres, lo que bullía, o más bien trataba de mugir con desespero de res degollada, eso provenía de la oscuridad y no podía penetrarse.

La prosa de Gonzalo España es de una extraordinaria precisión. La habilidad del maestro que, sin demoras ni reservas, cuenta en detalle los pasos en esa marcha del protagonista y sus adláteres, como sucede en otras de sus novelas, incluso en sus muy celebradas investigaciones históricas. Esa es precisamente la destreza del escritor que todos buscan seguir, a veces sin parar: la narración de un suceso del que, en el momento pleno, en el clímax, de la lectura poco importa que sea o no ficción. El lector no se hace preguntas, no las necesita, solo quiere llegar al desenlace de la historia. Luego vendrán las preguntas. Una novela para todos –y en cualquier momento­–, separados de rigores y minucias que no le van a dar a una obra más aplausos.

Cada lector es un mundo y cada lectura un descubrimiento. ¿Cuántos libros hay que se deben leer muchas veces? Y ese es el triunfo del escritor: que sus libros sean leídos eternamente, por muchos y varias veces para que en cada repaso de esas líneas se descubran argucias en las que no ha pensado el escritor, o de pronto sí, y que son producto del momento, de las experiencias que vive quien se ha atrevido a leerlos. Ahí está a la espera de muchos lectores La mítica travesía de Yuso Takeshima: el japonés que amó la María.