Adiós a José Chalarca

“Con-Fabulación” despide aquí a uno de sus más cercanos cómplices, quien falleciera el pasado 29 de septiembre en Bogotá; el reconocido narrador, agudo ensayista, pintor y especialista en temas cafeteros José Chalarca, nacido en Manizales en 1941, autor de cuatro libros de relatos: Color de hormiga (1973), El contador de cuentos (1980), Las muertes de Caín (1993) y la antologíaTrilogio (Común Presencia Editores, 2001); cuatro de ensayo: El oficio de preguntar (1983), Yourcenar o la profundidad (1987), La escritura como pasión (Común Presencia Editores, 1996) y El Biblionavegante (Común Presencia Editores, 2014) que compila textos sobre la literatura de la segunda mitad del siglo XX.
Chalarca fue autor también de las obras para niños: Diario de una infancia (1984) y Aventuras ilustradas del café (1989).
Como un tributo a su universo narrativo y a la memoria del amigo que durante más de cuarenta años enriqueció las letras colombianas, a continuación publicamos dos de sus más referenciados relatos pertenecientes al libro Trilogio

La pela

El suceso conmovió al vecindario. Chumilo corría completamente desnudo; sobre su cuerpo lleno de pecas quedaban todavía algunos rastros de espuma de jabón más concentradas en las axilas –llevaba los brazos alzados– y el pubis sobre los que comenzaba a despuntar el vello. Detrás de él, aguantando con esfuerzo la carrera, iba su padre don José, armado de un rejo que descargaba sobre la espalda de Chumilo cada que podía.
Las gentes del vecindario fueron testigos de la pela más descomunal que registraron los anales del barrio Vélez en el curso de su historia. Todas las ventanas y todas las puertas de las casas que recorrió la procesión estuvieron abarrotadas de hombres, mujeres y niños sacados de sus quehaceres por los gritos desaforados y la desnudez del muchacho.
Nunca se supo cuál fue la causa para que don José propinara a su último vástago –Chumilo era el menor de la familia–, tan formidable golpiza. Los motivos auténticos jamás salieron a la luz, y la muerte de don José, acaecida justo una semana después de que le diera la muenda a Chumilo, dejó a cada uno de los vecinos en la libertad soberana de fabular su versión particular.
Decían algunos que todo fue porque el mocetón –que no sobrepasado los quince años–, había gastado dizque miles de pesos que misia Berza, su madre, guardaba cosidos al forro del colchón. Fantasía exagerada; ¿de dónde –si a todo el mundo constaba su pobreza y el salario de hambre que percibía su marido–, iba a conseguir miles?
Que Chumilo insultó a su madre. Que Chumilo robó en el vecindario, que Chumilo desobedeció a don José. Que Chumilo rechazó manejar la carretilla porque tenía los ojos puestos en un empleo mejor. Que Chumilo hizo, que Chumilo deshizo, que dijo, que no dijo, que gritó, que reveló secretos, que apostató la fe, que insultó a sus maestros, que estaba a punto de perder por tercera vez su quinto año de primaria, que arrojó la comida caliente a la pierna enferma de misia Berza, que se mojó en la cama, que vendió el aparato de radio, que se emborrachó. Inven­ciones, fábulas; mentira todo.
Que don José le pescó haciendo porquerías en el baño… Muerto don José, Chumilo manejó por un tiempo la carretilla.
La constante exposición al sol, al viento, por su trabajo que se hacía todo al aire libre, multiplicó las pecas de su cara. Los cuidados de misía Berza, que desaparecido su esposo concentró en Chumilo, hicieron que engordara y creciera y se desarrollara más allá de lo que correspondía a su edad.
No estuvo mucho tiempo de carretillero. Con o sin el consentimiento de la parentela vendió caballo y carretilla. Apareció después vestido de paño con camisa de cuello y corbata.
Misía Berza esparció en el vecindario la noticia de que Chumilo era ya un empleado del gobierno, con oficina y todo. Se había colocado nada menos que en las Empresas Municipales, con el cargo de Jefe despachador de carros basureros.
Sólo llegaba tarde a su casa, cuando el vecindario dormía y los domingos no se dejaba ver ni siquiera en la misa.
Hasta que no volvió. Mandaba a misía Berza la plata para el mercado con un barrendero municipal que le llevaba de regreso la ropa limpia.
Un vecino regó un día por todo el barrio Vélez la habladuría que todos asumieron como excusa para la desaparición de Chumilo: Que andaba por el centro en un carro elegante, en muchos arrumacos con una rubia jamona, ya entrada en años, que se derretía en almíbares cada vez que contemplaba la cara pecosa del muchacho o cuando tomaba entre las suyas regordetas, la mano firme, callosa y dura del adolescente.

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