Por: Reinaldo Spitaletta
Uno cree que el tiempo es incoloro. Resulta, sin embargo, que su transcurrir nos va pintando con una paleta inevitable el rostro, el cuerpo, los pasos, los sentimientos. La única verdad es el tiempo, dicen, pero del aserto nos enteramos en forma convincente cuando tenemos la piel ajada y cuando ya nuestra existencia es como un cielo plomizo. Esas palabras me las refirió don Luis Betancur, en el parque de Belén, en Medellín, una tarde que no sé si era de invierno o de tiempo seco, porque desde hace años esas dos estaciones, si así pueden llamarse en una tierra tropical, conviven en la ciudad, dicen que por la contaminación. En todo caso, había lugar para la llovizna y para los últimos rayos de un sol que se empeñaba en luchar para estar un rato en la cúpula de la iglesia.
El señor, un jubilado de fábrica textilera, sostenía que para él, el tiempo primero era el de los días azules, porque todo era de aquel color, como un perpetuo cielo de diciembre. Bueno, de los diciembres de entonces, cuando él era niño y jugaba con canicas de cristal y trompos de guayabo. El tiempo inicial corría despacio, es más, era casi inmóvil, solo lo referenciaba la lenta espera del último mes del año, pero el mundo, según él, era azul luminoso. Eran días de cuadernos y de dibujos ingenuos. Él gustaba del “azul escuela”. ¿Y cuál es ese?, le pregunté con interés. Era un color que venía en cajitas de cartón y él siempre estaba pintando en las hojas casas azules, árboles azules, una mujer azul que era su madre, y así. Esas palabras todavía no me definían el tal “azul escuela”, y entonces él dijo que era aquella tonalidad que toma el cielo, o mejor, un pedacito de cielo, cuando se va la lluvia y por entre las nubes aparecen jirones de firmamento, es un matiz contento, que no es el usual de los cielos, decía don Luis.
Después me habló del rojo, rojo adolescencia, rojo rebeldía, de los días de bríos y cambios, cuando la sangre ebulle a la vista intempestiva de una muchacha que es, al fin de cuentas, la que te hace pronunciar palabras de amor y ver la vida rosa, a la cual, más tarde, le descubrirás las espinas.
“Ahora pertenezco al tiempo gris”, dijo, con un dejo de tristeza, de una tristeza despintada y sin atenuantes. Sonrió en la despedida, me miró sin ninguna emoción y entonces se confundió con las bancas del parque y tomó los colores del último crepúsculo.