Catherine la gafufa recuerda a su papá

Por: Reinaldo Spitaletta
Catherine, Catalina, Catica, Cata, muchacha memoriosa ya entrada en la edad adulta, en la que desde el piso de una torre neoyorquina hace volar sus recuerdos hasta un distrito de París, cuando vivía allí con su padre, hace casi treinta años, días en que el mundo era borroso porque, al quitarse las gafas (ah, niña con lentes da la impresión de chica intelectual, qué fastidio, dirán por ahí) el mundo real se convertía en uno de ensoñación. Con almohadones de plumas y algún arabesque de ballet.
Sí, una niña que vive con el señor Certitude (¿Albert?), su padre, encima de una especie de almacén, en el que hay, llegan y salen, cajas y paquetes que parecen equipajes de provincianos. El señor Certitude tiene un socio, un tipo pedante, tiquismiquis, que escribe poesía, según dice, y además tiene la manía de leerles a la niña y a su padre, creaciones del señor Raymond Casterade, que así se llama. La novela corta, o mejor, la nouvelle infantil de Patrick Modiano, Catherine, si bien reconstruye aspectos del territorio propio del escritor que tiene como referentes el París de la posguerra, el pasado, los oscuros días de infancia y juventud del autor de Trilogía de la Ocupación, está llena de pasajes vivísimos, luminosos, aunque parte del mundo de la niña sea el de verlo borroso cuando, por haber entrado a clases de ballet, se quita las gafas (“con gafas no se hace ballet”).
Claro, el tiempo se para, es otro, cuando Catherine se despoja de sus lentes y establece con su padre una suerte de complicidad, porque él también se quita los suyos. “A nuestro alrededor todo era suave y brumoso. Se había detenido el tiempo. Estábamos bien”, dice la niña, subida en una báscula junto a su papá. La novela de Modiano también trata de los franceses que van a hacer la América en los Estados Unidos. La madre de Catherine, una bailarina de cabaret, tiene que devolverse de Francia a su país natal a buscar mejor futuro, y entonces en París se quedan el señor Certitude y su hija, en la calle Hauteville, donde estaban almacén y vivienda.
Catherine no llega a saber cuál era la auténtica profesión de su padre. ¿Se dedica a exportaciones, transporte, tránsito? La vida de la niña transcurre de la casa-almacén al colegio, al restaurante con su papá, a las clases de ballet con la profesora rusa Madame Galina Dismailova, que el lector después descubrirá algunos secretos sobre ella, lo mismo que sobre el padre de Catherine. De la mano, o mejor, de los ojos sin gafas y de la memoria de la protagonista, marchamos por espacios cerrados, como las habitaciones de padre e hija, los juegos con jabón de afeitar, los desayunos y los almuerzos en un ámbito interior, pero también en restaurantes en los que, Catherine y su padre se las ingenian para hacerse lo más lejos posible del señor Casterade, que es un ser insufrible.
La novela, o noveleta, alcanza su esplendor cuando una compañerita de ballet de Catherine, una niña hija de ricachones, y que también usa gafas, la invita con su padre a un coctel de primavera, en una fiesta de imposturas y apariencias extravagantes, en la que el señor Certitude naufraga en medio de vanidosos, y él mismo tiene que aparentar que posee un automóvil de lujo, cuando en rigor ha ido allí en una camioneta descaecida y propia para cargar cajas y otros atados.
Tres años viven solos en París Catherine y el señor Certitude, cuando, después de que este ha puesto en orden todos sus asuntos comerciales, deciden viajar a América, donde la niña (que da la impresión de que su mamá poca falta le hace) se reencontrará con su madre. Si bien me parece que la obra, escrita con alta calidad literaria, no es propiamente para niños, sí está hecha para la delectación más de adultos que de chicos, aunque estos pueden entrar (se recomienda que se pongan gafas de utilería y se las quiten en pasajes de la obra) en el fascinante universo de los recuerdos infantiles de una muchacha y su relación con el padre, con un tiempo en París, con pasitos de ballet (puntas y entrechats) en una academia del género.
Publicada en 1988 por Gallimard Jeunesse, la edición de la editorial Blackie Books, traducida por Miguel Azaola, e ilustrada con alegría y talento por uno de los más destacados artistas franceses, Jean-Jacques Sempé, es un gustazo para la vista, las manos y la imaginación. La novela es una memoria desvertebrada de una chiquilla que, adulta, recuerda con aire infantil sus paseos por la placita San Vicente de Paúl, las instrucciones de Madame Dismailova, “cuya verdadera voz no escuché nunca”, y sus recorridos de la mano de su padre por las calles del distrito 10 de París. Una memoria feliz y dulzona, aspectos que no se ven siempre en el novelístico —y en general rudo, a veces sórdido— universo de Patrick Modiano.

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