supuesto
Castillo Granada/ Bogotá.
que cargo en mi deseo para que no me sorprenda cuando me encuentre. En este
caso, sabía que había salido porque la noticia estaba en todos los periódicos
de esa fecha: Gabo Periodista (Fundación Gabriel García Márquez Para el Nuevo
Periodismo Iberoamericano, Colombia, Noviembre de 2012). Una antología de
textos periodísticos. Edición no venal. O tal vez supe de él por Ariel Castillo
(quien es pariente por el lado más importante: el del corazón).
solicitándoles información para conseguir el libro. Jamás me respondieron.
Tenía en mis ojos su carátula. La guardé como una de esas fotos que nos
acompañan y que, de vez en cuando, reaparecen trayéndonos un rostro amado y
lejano. La primera vez que lo tuve en mis manos fue cuando fui a llevarle El ingenio, de Manuel Moreno Fraginals,
a su casa al director de una revista bogotana que por esos días andaba con una
lesión en un pie. Mirando su inmensa biblioteca de repente lo vi.
-De manera que así es… -fue lo que me dije. Y pregunté: ¿Puedo mirarlo?
empaque transparente. Sin abrir. Lo miré por los dos lados. “Ahora sí sé cómo
es realmente”, me comenté mientras lo volvía a poner en el estante.
si lo encuentro –añadió mientras se encaminaba a una pila de libros.
después. Se lo agradezco de todas maneras, dije rápidamente antes de emprender
el no tan largo camino de regreso a la librería.
contar lo que ya hice en otro momento. Esto lo escribo hoy, abril 17 de 2014, a
las pocas horas de saber que ya no estás respirando en medio de nosotros.
Porque es imposible de decir que ya no estás con nosotros.
noticia?
era cierto, habías muerto.
consternadas, dándome el pésame por la noticia. Hice otras para lo mismo. Todos
estábamos orfanados.
para él. Fui “el librovejero”.
cuando hablamos por teléfono. Es, hasta donde sé, el único apodo que me han
puesto. Bueno… hasta donde quiero saber…
de libros usados. Gracias a los libros existí para él. Qué manera más hermosa
de hacer parte de una historia… Jamás, ni en mis más disparatados ensueños, se
me ocurrió pensar que esto fuera posible. Además, no me da vergüenza
confesarlo, soy un lector tardío de Cien
años de soledad. Cuando niño lo leí dos veces (mi papá me regaló el libro
como quien entrega la llave de un cofre) y no me gustó. No lo entendí. O las
dos cosas al mismo tiempo. Sólo fue hasta 1996 cuando al leerlo, en medio del
calor cartagenero, pude por fin entenderlo y sentirme huésped permanente de sus
páginas. También fue en ese año la primera que lo vi personalmente.
reservado, al menos para mí, para sus más entrañables y cercanos. Yo me limité
a decirle como escuché que lo nombraban en Cuba: “García”. Porque nuestros
encuentros (fuera de dos bogotanos) siempre fueron en Cuba.
fue a visitarme a la casa de Corrales, donde vivo cuando estoy en La Habana. Y
que saludó a Betania y a Miguelito como si se conocieran de toda la vida antes
de sentarse en la sala y permanecer gran parte de la tarde hablando de la
vaina, que es hablarlo de todo y lo demás. Al ritmo de un sillón que viene y va
como la marea y el viento, trayendo recuerdos, llevándose momentos,
construyendo instantes que se graban para siempre. Y se guardan allí, cerca al
corazón, donde está lo que siempre nos acompaña y no podemos ignorar.
había significado para mí el haber existido para él con un nombre.
y tomar un bus que iba por toda la carrera séptima. La cita era a las cinco al
frente de La Hacienda Santa Bárbara. Llegué cuatro minutos antes. Miré hacía
todos lados para ver si Catalina Valencia estaba por ahí. No. Aún no. Para
quemar tiempo me fui a mirar libros a la calle peatonal donde está el mercado
de las pulgas.
mirar libros. Los ojos viajan por sobre las carátulas como si recorrieran un
mapa sin puntos cardinales donde, de repente, aparece una X señalando el lugar
donde se encuentra el tesoro. Y en medio de muchos libros, conocidos y
desconocidos, reconocí uno que había visto una sola vez: Gabo periodista. Desde
su carátula me mirabas tú, García, diciéndome: “Ajá… librovejero… Acá estoy…”.
tomé, temblando de alegría. Miré hacia los otros, tratando de disimular lo
indisimulable, y otro libro me sonrió: El
arte de la espera, del historiador y ensayista cubano Rafael Rojas. En su
carátula la foto de una cubana con rolos me sonreía diciéndome: “Viste… Esto es
lo que hay… Lo que te tocó por la libreta…”.
despedida.
Después de una negociada larga y tediosa se fueron conmigo en una jaba blanca.
Y en mi corazón una alegríatriste. Porque tú, García, estabas cerrando,
sonriendo, una búsqueda que se inició hace tiempo, con muchos protagonistas,
que estaba esperando el momento justo para darse: hoy, abril de 17 de 2014,
cuando ya respiras en la eternidad.