Por: José Luis Díaz Granados/ Bogotá/ I Parte. Hubo un libro fundamental en mi formación literaria: El viajero inmóvil: Introducción a Pablo Neruda, del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Recuerdo que mi primo Oscar Alarcón Núñez, que entonces se iniciaba como reportero en El Espectador y vivía en mi casa, había comprado el libro y después de leerlo me lo había prestado. Esto fue a mediados de 1968. Yo acababa de publicar la primera edición de El laberinto, que era un cuadernillo de 8 páginas y que, sin embargo, me había otorgado cierta notoriedad en el mundillo literario de Bogotá. Era un poema híbrido: allí hablaba de Sartre, de Neruda, de Antonioni. Me había impresionado la película “El desierto rojo”, donde Mónica Vitti hacía el papel de mujer ávida de afecto, tal como le acontecía a María Angélica Solano, la prima a quien estaba dedicado el poema.
En aquella época yo andaba buscando afanosamente un lenguaje propio. El experimento era un reguero de influencias mal asimiladas: allí estaba el trastocamiento de la ortografía a lo Cortázar, el monólogo nervioso en segunda persona a lo Carlos Fuentes, los juegos del tiempo en el espacio urbano a lo Vargas Llosa y la disposición de párrafos muy breves a manera de pensamientos, entre comillas, a lo Rulfo. De quien menos tenía influencia era de García Márquez — el quinto de mis narradores preferidos, entonces, junto con los anteriores —, porque precisamente yo libraba una batalla sin tregua para huir de su cercana y pesada sombra.
El laberinto, poema en prosa y en verso, vanguardista, era lo contrario de mis poemas anteriores, casi siempre breves, de gran intensidad amorosa, con hondas reminiscencias del modernismo y del primer Neruda y en su mayoría telúricos. Era, pues, un niño que escribía versos en las tinieblas. Durante casi diez años planeaba febrilmente, día y noche, durante las horas escolares, centenares de poemas —místicos, en algún tiempo; políticos hacia 1960 y 1962—, con una fecundidad que ahora me impresiona.
Entonces la lectura de un libro como El viajero inmóvil vino a partirme en dos la existencia: puso orden en mi oficio, me enseñó a saber que la poesía era también voz del inconsciente, voz del visionario y voz del vaticinador. Me enseñó que el poeta también era un ser político, un escritor de variados géneros y un hombre con todas las posibilidades para realizarse en el amor y en la felicidad. Me enseñó muchas cosas vitales y me abrió los ojos hacia diversas raíces literarias. Desde entonces, Neruda se entronizó como dios mayor en mi poesía y en mi vida. Cuando terminé el libro y lo volví a leer enseguida con la más ardiente emoción, sentí que yo era otro poeta y otro hombre. Inmediatamente compré Genio y figura de Pablo Neruda, escrito por su ahijada y secretaria Margarita Aguirre, quien años más tarde daría a conocer una versión más amplia con el nombre de Las vidas de Pablo Neruda, título que casualmente yo le había puesto a un artículo mío sobre el poeta.
Para colmo de la alegría y de la obsesión, para esta fecha — Octubre de 1968 — llegó Neruda a Bogotá, después de una ausencia de 25 años. Luis Fayad, primero, y luego Álvaro Miranda, fueron testigos de mi emoción, mi ayuno y mi sola devoción. Lo vi cuando descendió por las escalerillas del avión que lo trajo de Caracas, junto con Matilde Urrutia, su tercera esposa y musa de sus últimos 20 libros, vestida ella con un radiante traje amarillo. Lo vi cuando recibió el abrazo de Jorge Zalamea y de Jirina, su esposa checa, y los saludos afectuosos de Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, León de Greiff, Gilberto Vieira, Jorge Regueros Peralta, Jorge Rojas y otros amigos colombianos. Lo vi cuando repartió saludos y autógrafos a admiradores y a colegialas que fueron a recibirlo al aeropuerto Eldorado. Lo vi cuando Álvaro Miranda le entregó poemas nuestros, los cuales recibió con paternal calor, balbuciendo un “muchas gracias” con su inconfundible acento del sur de Chile. Lo vi cuando salió con Matilde, el embajador de Chile y otros amigos suyos hacia el automóvil del diplomático y cuando su cuerpo de gigante bondadoso pasó junto a mí como navegando en la niebla.
Cuando se sentó en la parte delantera del automóvil, junto a Matilde, yo, solidario, le hice un rápido saludo con la mano derecha. Matilde le llamó la atención con el codo, susurrándole algo al oído. Neruda de inmediato devolvió mi saludo, quitándose la cachucha, emocionado, con una amplia sonrisa al tiempo que achinaba los ojos.
No supo nunca Rodríguez Monegal, el inmenso servicio que prestó a este adolescente — tenía yo entonces 22 años — mareado, inseguro, confundido, que desde ese inolvidable año 68 sabía ya qué quería y qué buscaba entre los procelosos laberintos de la escritura.