Por: José Luis Díaz Granados/ Bogotá/ III Parte. Durante los tres días que duró el evento anduve muy cerca de Neruda, sin que, desde luego, él se percatara de su observador, pues aparte de mi timidez sentía temor enfermizo al rechazo. Lo admiraba, confundido entre las docenas de mesas circulares en el amplio comedor, entre los formidables almuerzos y las suculentas cenas. Lo veía a lo lejos apurar con lentitud un vaso de whisky. Miraba su esbelta figura, grueso de tórax y delgado de piernas, tomar del brazo a mi compatriota León de Greiff, los dos solos, mientras contemplaban el mar infinito. Pensaba yo entonces: “¿De qué hablarán este par de colosos marinos mientras contemplan el insondable teatro de sus poemas?”. Veía también a Neruda llegar con pasos lentos a la tribuna donde se llevaban a cabo las sesiones del Congreso: se sentaba sin prisa y desde allí, con los ojos achinados, saludaba a Córdova Itúrburi, que se hallaba en la última esquina de la enorme sala. El poeta chileno escuchaba las ponencias de los delegados, oía a Caupolicán Ovalles hablar de “los ojos tristes de Pablo Neruda” y él en su trono, tranquilo, con los párpados entrecerrados que disimulaban su eterna alegría de niño, escribiendo mientras tanto con una pluma de tinta verde, el discurso que pronunciaría minutos después.
Y lo recuerdo, más cerca, de espaldas y de perfil, a pocos pasos de mí, durante el recital colectivo ofrecido en el auditorio de la Universidad Central, en Caracas, junto con De Greiff, los Ibáñez, Molinari y Otero Silva. Los delegados al Congreso estábamos sentados en el escenario, detrás de ellos y frente al público. A un lado, mirando nuestros perfiles, en el mismo escenario, se hallaban algunos invitados de honor, entre ellos Matilde Urrutia, María Teresa de Otero Silva y otros que no recuerdo.
Se trataba de un recital en beneficio de los damnificados de un reciente terremoto acontecido en Perú. Me parecía increíble tener a Pablo Neruda ahí, muy cerca de mí, a menos de un metro, durante tres horas, vestido con un traje de dacrón gris claro, zapatos de gamuza, camisa blanca y corbata roja, un poco tímido, discreto, serio y feliz, leyendo Alturas de Macchu Picchu con esa voz única de salmodiante, mientras su compañera Matilde, pequeña y pelirroja, de ojos grandes y expresivos lo observaba rígida y devota hasta el final.
Recuerdo que De Greiff — muy admirado y aplaudido por el público de Venezuela —, con su exagerada manera de fumar en su singular boquilla blanca, ocasionó un acceso de tos a Molinari, quien tuvo que abandonar el escenario durante varios minutos. Y sin querer, también botó al piso con su codo la cachucha de Neruda. Este terminó su recital leyendo Testamento de otoño, poema final de Estravagario, libro al que yo debo la alegría de vivir. Desde que comenzó su lectura yo anduve pendiente de la expresión que pondría el público cuando llegara a los versos que dicen: “En fin, podemos existir, / aunque no acepten nuestras vidas / unos cuantos hijos de puta”, que simbolizan la apoteosis de su amor por Matilde. Pero Neruda dijo los versos con la misma expresión de tierna letanía con que había leído sus poemas anteriores. Matilde siguió con la misma inmovilidad devota y el público continuó con la misma admiración expectante de siempre.
Cuando terminó el acto, el público, compuesto en su mayoría por niñas y estudiantes, se abalanzó sobre Neruda con libros, cuadernos escolares, papeles y hasta servilletas, para que el poeta estampara su autógrafo, pero Matilde se levantó de su silla y comenzó a apartar a su marido de los admiradores. “¡Pablo está enfermo!”, exclamaba. “No lo molesten!”, en tanto que él, como un gigante pasivo y amable, se abría camino entre la multitud hasta ser rescatado por el brazo generoso de Otero Silva.
Más tarde, durante un intermedio de un bellísimo espectáculo de ballet folclórico efectuado en un teatro cerca de Macuto, invité a De Greiff a tomar una Coca-Cola. Él me preguntó: “¿Y usted tiene moneda?”. Y yo le dije: “Esto es gratis”. Y hundí el botón del aparato que nos llenó el par de conos de cartón. En ese momento pasó Neruda y se detuvo un instante frente al maestro colombiano. Lo saludó calurosamente y De Greiff me presentó en términos excesivamente generosos teniendo en cuenta su proverbial parquedad para los elogios. Enseguida se acercó un grupo de personas y alguien le preguntó a quemarropa: “Maestro Neruda: ¿Qué piensa proponer en este Congreso? Y él rápidamente respondió: “Voy a proponer un congreso para acabar con todos los congresos!” y se alejó trabajosamente entre el montón de gentes que lo rodeaba, sin dejar un sólo momento su traviesa risa infantil.