El recuerdo de mis abuelos

Por: Jaime Lustgarten
Aún recuerdo a mi abuelita Tilly preparando la cena familiar, quien se esmeraba por deleitar a sus nietos. ¡Ella era muy especial!, sus postres y dulces se le parecían por su graciosa generosidad. Tampoco olvido su sonrisa angelical, sus ojos azules y el cabello rubio ondulado en los rulos. Sin duda, las abuelas nos transmiten historias que nos dejan huellas en el corazón de sus nietos, ¡ésta es una de ellas!
Era viernes y la cena de shabat estaba lista, salió entonces sonriente de su olorosa concina expresando en su rostro que sus labores habían terminado y que pronto se reuniría toda la familia a celebrar el descanso en tan especial ocasión. Con alegría nos sentaríamos todos en la mesa a degustar la fabulosa cena. Aquel día, escuché de boca de mi abuelo Rodolfo que estudió las artes culinarias en su natal Viena. ¡Tenía recetas de comidas exóticas de varios continentes! 
Esa radiante tarde yo merodeaba detrás de una cortina del comedor y miraba al patio en espera de la exquisita cena de la abuela. Pensaba en el magnífico manjar familiar que nos esperaba, y la seguí hasta la sala donde tenía un largo piano de cola blanco, que mi abuelo recibió de un paisano suyo como pago de una deuda. 
Mis abuelos hicieron parte de la oleada inmigratoria que llegó por el muelle de Puerto Colombia, huyendo de la aciaga Europa infestada de nazismo y fascismo. Estos salieron por suerte del viejo continente y de Austria, con sus vidas. Pero primero llegaron a Paris,donde tuvieron que quedarse, pues, los franceses luchaban centímetro a centímetro contra la invasión germana. La suerte los sonrojó, porque lograron obtener permisos en uno de los pocos países que aceptaba a los judíos en el mundo y donde fueron recibidos con los brazos abiertos: Colombia, y la ciudad en la que se quedaron para siempre: Barranquilla, la Puerta de Oro.
En la sala de su majestuosa casa del barrio La Campiña, donde éramos vecinos, antes de empezar el sagrado Shabat, le pregunté a mi recordada abuelita, ¿sabes tocar ese piano? Esta me respondió con su sonrisa contagiosa, y se sentó en la banca blanca del instrumento, por lo que con elegancia levantó la tapa y puso sus finas manos sobre las teclas, lo que emitió melodías hermosas que me dejaron hipnotizado. 
Le dije abuelita, ¿nadie toca mejor el piano que tú?‐ Pero esta respondió: ¡lo dices con certeza y seguro pues nunca has escuchado a tu abuelo tocar el piano¡ Luego noté que arrugó la cara, como expresando que había metido la pata. Entonces dijo: ‐ “tu abuelito juró después de la guerra que nunca más tocaría el piano, pero tal vez haga la excepción contigo”.

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