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Siempre he creído que Cali es una ciudad que vive de sus nostalgias: Gustavo Bueno Rojas, escritor

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Siempre he creído que Cali es una ciudad que vive de sus nostalgias: Gustavo Bueno Rojas, escritor
By Libros y Letras 19 de octubre de 2018
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Este 20 de Octubre, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Cali, Gustavo Bueno
Rojas presenta Ruido blanco (Ediciones
El Silencio), su segunda novela.
 

Ruido Blanco: una
novela que habla desde la nostalgia

Una Cali enmarcada  a finales del siglo XX y principio del XXI, es
el escenario en el que transcurre la historia de Martín Isaza, una joven
promesa de la escritura que se divorcia de la palabra escrita para perderse en
una alocada búsqueda por el legado de Andrés Caicedo: sus manuscritos y su
carta de suicidio.

La amistad, el amor, la literatura, la muerte
y, por supuesto, Cali, se entremezclan en esta historia atravesada por la
nostalgia que, en palabras de Bueno Rojas, caracteriza a los caleños. 
“Siempre
he creído que Cali es una ciudad que vive de sus nostalgias, por ejemplo,
nuestra generación nunca pudo ver en vivo cantar a
Héctor Lavoe, pero para quienes nacimos y nos criamos en Cali, Lavoe es un ícono que despierta
nostalgias. Lo mismo pasa con
Andrés
Caicedo
, que creo que es el escritor que representa nuestra ciudad y a
quienes nos gusta la literatura y nacimos en Cali, irremediablemente tenemos
que pasar por su influencia y, a veces, lo pensamos con nostalgia”

En esta novela, la segunda de Bueno Rojas después de Cuentas del alma, se siente la
influencia de grandes escritores latinoamericanos como
Guillermo Arriaga y Roberto
Bolaño
, pues el autor logra crear una atmósfera plagada de recuerdos, en la
que los personajes se cruzan como detectives salvajes que buscan respuestas en
los recovecos de la ciudad.

Compartimos un fragmento del libro

ONCE
Cuando terminé el
artículo decidí no enviarlo, quise revisarlo. La imagen de Isaza no se me quitó
de la cabeza. No había pensado en él así, desde la vez que Laura decidió que se
quedaría conmigo. Fue una tarde en Pance, en el lugar en donde Laura decía que
despejaba la cabeza. El agua fría del río nos mojaba los pies y ninguno de los
tres se atrevía a hablar, sólo se escuchaba el sonido del viento, de los
animales y del agua fluyendo entre las piedras. Fumábamos marihuana. No
recuerdo si era martes o lunes, pero tengo claro ese silencio, creo que
podíamos escuchar los pasos de las hormigas. Fue Laura quien lo interrumpió.
—Martín, tenemos que
decirte algo —dijo Laura y sus palabras cayeron como plomo sobre el río.
No puedo saber si Isaza
sospechaba lo que pasaba entre nosotros. Yo había llegado de hacer la maestría
unos quince días atrás y Laura fue a esperarme al aeropuerto. Llevaba rosas
amarillas y cuando nos abrazamos sentí que me amaba. El beso que nos dimos
aquel día fue un beso de amor. Y ahora que lo recuerdo sentí lo mismo aquella
mañana cuando nos despedimos. Un beso lleno de felicidad, porque nos
encontrábamos de nuevo y podríamos llevar a cabo todo lo que habíamos planeado.
Una casa en las afueras de Cali, hijos, una biblioteca enorme y muchos viajes
por el mundo. Pero ese también era un beso lleno de temores. Ambos pensábamos
en la reacción de Isaza, además, Martín había estado una vez más recluido en el
hospital siquiátrico. Laura me había contado de una nueva recaída, la depresión
lo está matando, me escribió en un e-mail, un par de días antes de que yo
volviera a Cali. En ese momento, no me importó Martín y ahora estoy seguro de
que a Laura tampoco. Sé que hubiera hecho cualquier cosa por deshacerse de él.
Recuerdo la mirada de
Martín cuando Laura terminó de contarle. Se quedó parado como una estatua de
sal y miraba el río. No contestó, no lloró, no respiró. Creo que Martín, desde
ese momento, empezó a morir lentamente, a cansarse del mundo. Yo sabía lo que
él amaba a Laura y las cosas que podía llegar a hacer por ella. Martín mataría
si ella se lo pidiera. Pero esa tarde, no hizo nada. Yo tampoco pude modular
palabra, pero en el fondo estaba feliz. Adentro de mi cuerpo chocaron miles de
sensaciones y sentía que iba a estallar. Pero me contuve. Cuando terminamos el
porro, caminamos hasta donde Laura había parqueado el carro. Los tres íbamos a
una distancia prudente. Laura iba adelante, caminaba un poco rápido, atrás
estaba Martín, caminaba con la cabeza gacha y en ocasiones recogía piedras que
lanzaba al río y más atrás estaba yo, queriendo abrazar a Laura, deseando el
momento para estar solos. Cuando llegamos al carro, Martín se subió al asiento
trasero, era la primera vez que se sentaba en el que había sido por mucho
tiempo mi lugar.
Cuando escribo me gusta
tomar café, me mantiene despierto, no muy cargado, porque después no puedo
dormir. Sé que aquel día en que tenía en mi casa el verdadero desenlace de la
vida de Martín tuve que haberme tomado miles de tazas porque cada que recuerdo
ese momento me tiemblan las piernas, me pongo nervioso y pienso en la cafeína.
Esa noche la pasé en vela y volví al computador muchas veces para darle una
mirada al artículo y en una de esas, descubrí algo que Isaza me había repetido
en varias ocasiones. Algo que ahora que veo en la distancia me parece una
farsa, especialmente si lo dijo alguien que no pudo escribir nada más que un cuento.

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