Ideas “descabelladas” o geniales casi siempre son producto o de la soledad o de la incapacidad que en determinado momento viven sus autores. Pues así como Cervantes y Wilde escribieron sus obras, El Quijote y Balada de la cárcel de Reading mientras estaban en la cárcel, José Ever Medina tuvo una quijotesca idea mientras cumplía una incapacidad médica. “Me había fracturado una pierna y el doctor me ordenó guardar quietud por 50 días. Para distraerme, la única alternativa que tuve fue la de revolver mis libros, y entre ellos encontré uno de los Guinnes Records. Después de leerlo llegué a la conclusión de que si aprovechaba el tiempo de mi enfermedad, yo también podría figurar en él”. Pero el trabajo de José no empezó exactamente allí, porque antes de empezar a transcribir Cien Años de Soledad a mano, en tinta negra, con sus puntos, comas y tildes en un papel de calculadora, se puso a contar palabra por palabra. Después de 27 horas de trabajo supo que las 330 páginas de la novela cumbre de nuestra literatura, contenían un total de 137.750 palabras. Terminada esta labor, se dio a la tarea de transcribir el libro en 86 cintillas de papel para máquina calculadora, las cuales, unidas entre sí, tienen una extensión de 2.891 metros. En la transcripción total de la obra empleó 207 horas y 50 minutos y muchas veces estuvo a punto de abandonar el proyecto de figurar en el libro Guinnes, por creerlo demasiado trivial y sin interés para nadie. Sin embargo, en esos momentos de flaqueza, aparecía Álvaro Arboleda Martínez, “mi ángel de la guarda”, que con dos o tres frases lo estimulaba para que siguiera adelante. “Además de él, quienes más me ayudaron fueron mis compañeros del banco. Ellos, de vez en cuando, se dejaban caer por mi casa, no tanto para visitarme como para saber en qué iba mi trabajo”. Desde un primer momento, José Ever tuvo la idea de que la novela de García Márquez era el puente ideal para registrar su nombre en la lista de los Guinnes records, “para mí no había ninguna otra obra que mereciera el esfuerzo”.
El 9 de Septiembre de 1981, un año diez meses y trece días antes de ganar el Premio Nobel, Gabriel García Márquez escribía que luego de una larga vida como periodista y escritor, tenía más de cincuenta años, sólo podía arrepentirse de haber ganado dos laureles, uno en 1954 patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, con un cuento sin terminar, y el otro, en 1962, de la Esso Motor Company, con 3 mil dólares de gaje, con una obra que no tenía título y hoy es conocida como La mala hora, porque, según el emisario de los patrocinadores, “nadie había mandado ninguna obra que valiera la pena”. Nunca asistió a las premiaciones, porque tuvo la impresión muy desapacible de haberse prestado a una farsa pública y una vez más a la promoción de una empresa que nada tenía que ver con la literatura (Harold Alvarado Tenorio).
López Michelsen consideraba que García Márquez era el Vargas Vila de los nuevos tiempos. Tamaña sorpresa se llevó tras conocer unas declaraciones del propio García Márquez, por allá de los años setenta, cuando se consolidaba su fama con Cien años de soledad, en las que dijo: “Yo soy el Vargas Vila de mi generación”. Claro que la similitud entre los dos no la hacía el ex presidente por la calidad de la obra, sino por la cantidad de lectores que conquistaban. Vargas Vila fue el más importante que hemos tenido- Gabo nunca lo ha sido-, pero por allá a comienzos del siglo XX vendía tantos miles de libros que gracias a ellos pudo vivir en el exilio en Europa con solvencia económica, por muchos años (Óscar Alarcón).
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Gabriel García Márquez, caricatura por Mauricio Parra |
Hubo un tiempo en que en las librerías de todo el mundo -o del mundo donde hay librerías- había ejemplares de Cien años de soledad, de La ciudad y los perros, La región más transparente o de Rayuela. Un tiempo en el que sus autores –García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Córtazar– eran asediados en la calle por personas que les pedían autógrafos. Eran los tiempos del boom latinoamericano, un movimiento que marcó un hito en la historia de la literatura y también en la historia del continente. ¿Qué pasa con sus obras hoy? ¿En qué estantes de la historia quedarán? (Macarena García).
No se ha comprobado que el legendario editor barcelonés Carlos Barral haya rechazado Cien años de soledad. Que circulara este rumor fue su mayor vergüenza. Lo que sí se sabe es que el manuscrito llegó a su oficina una calurosa tarde de Julio de 1966, en la que el inocente editor (por supuesto) estaba de vacaciones. Un mes más tarde García Márquez, impaciente, firmaría un contrato con Editorial Sudamericana de Buenos Aires.
*Curiosidades Bibliográficas por Jorge Consuegra (Q.E.P.D.)