Como Baudelaire con Las flores del mal, como Jorge Guillén con su Cántico, José Luis Díaz-Granados, poeta samario y colombiano, ha querido hacer de su poemario El laberinto un organismo vivo que crece con el transcurso del tiempo. En algún lugar de mi biblioteca guardo aún los folletos o fascículos o “plaquettes” con las primeras impresiones de ese libro, que en su última edición exhibe ya 88 apretadas páginas.
El laberinto es, pues, una especie de diario de viajero por este laberinto inextricable que son el universo y la vida. Refleja varios períodos de la existencia de este poeta de 34 años, que a través de sus versos va censando todo aquello que de alguna manera le toca o le roza o le concierne o le conmueve.
Por allá en 1973, pensé que Díaz-Granados había cometido una irreparable infidelidad hacia El laberinto. Fue cuando apareció, impreso en una editorial uruguaya, su poemario Ritual de verano, que incluía algunas de sus mejores producciones, Hoy, Ritual de verano ha sido asimilado ya por El laberinto, en cuya sexta sección se ha constituido.
Para mí, la poesía de José Luis Díaz-Granados posee dos inmediatas cualidades. La primera, su absoluta sinceridad, volcada o recreada en un lenguaje de íntima penetración poética. A través de años he sido amigo del poeta y soy, pues, en ciertos casos, testigo de excepción de los hechos que él recrea con sutiles metamorfosis en sus versos. Poemas como “La bruja de Dios” tuvieron una larga y honda gestación que, por virtud de la magia poética, fulge cristalizada ahora, como un diamante, en las inamovibles sílabas de esa obra de arte.
La segunda de sus cualidades es la habilidad con que Díaz-Granados utiliza la lengua castellana; esa especie de inasible sabiduría idiomática que tanto falta en la literatura de nuestro tiempo, cuando gentes que ignoran los mecanismos recónditos del idioma se empeñan en trabajos profanatorios que apenas si tienen que ver con la literatura. Díaz-Granados no agrega palabras gratuitas; sabe insertar cada una de ellas en el peculiar tejido del poema. Conoce, además, el diapasón y las posibilidades armónicas y melódicas de la poesía española, que son diferentes a los de otras poesías.
Dudo mucho que la obra de José Luis Díaz-Granados -obra de orfebre paciente e iluminado- obtenga pronto, en nuestro país, el reconocimiento que merece. Están de por medio el “manzanillismo” imperante en nuestro política literaria y, por supuesto, la incapacidad de nuestra crítica que, o lo es de compadrazgo, o se limita a servirnos, en revistas y periódicos, pedantes, pipiciegas y latosas disquisiciones que sólo dejan ver la ignorancia de quienes las escriben. Cabe aquí anotar con qué honestidad y dignidad sostiene, en cambio, este poeta su columna de rápidas reseñas en Lecturas Dominicales, tan alejada de pasiones parroquiales, sin esas reticencias o silencios maliciosos que otros, en cambio, guardan para con su obra.
Para llegar a la poesía de Díaz-Granados, falta algo más que la audacia de nuestros zoilos de fin de semana. Falta la capacidad de emoción poética y de justa valoración estética que se adquiere en la lectura de los grandes creadores, no en el intonso ejercicio de una crítica rencorosa y banal.
( * ) Estas fueron las palabras de presentación de la tercera edición de El laberinto, libro de poemas de José Luis Díaz-Granados, escritas por el consagrado novelista y ensayista cartagenero Germán Espinosa, en la Cámara Colombiana del Libro, en Julio de 1980.