Por: Pablo Di Marco / Especial para Libros & Letras
Tiempo atrás escribí las “Quince responsabilidades del buen lector”. No fue casual que dos de los quince puntos se los haya dedicado a la literatura infantil y juvenil:
—Sigamos disfrutando de la literatura infantil. El que un libro esté orientado a un niño no significa que excluya a los grandes. ¿Quién dijo que a partir de los dieciocho años no podemos disfrutar de Las aventuras de Pinocho?
—Y ya que estamos en tema: ¡Leámosle buenos libros a los más chicos! No nos privemos del placer de transmitirle felicidad a nuestros hijos, sobrinos, ahijados y/o nietos. La lectura es un hábito que se transmite de generación en generación.
El ser humano es tan particular que hay que recordarle que puede ser feliz. De no ser así, ¿por qué debe venir un tercero a contarnos cuánto placer brinda la literatura? De seguro Borges no se equivocaba al afirmar que nadie debía privarse de la felicidad que proporcionan ciertos libros. Pero así como siempre es mejor reír en compañía que reír a solas, hay una felicidad aún mayor que la de leer un libro. ¿Cuál? Leerle un libro a un chico. Compartir una historia junto a un peque es lo más cerca que podemos estar los adultos de la libertad. ¿Surcar mares plagados de piratas? ¿Atravesar espejos que nos trasladan a mundos de ensueño? ¿Viajar de los Apeninos a los Andes en busca de…? Todo, absolutamente todo es posible. Solo precisamos abrir el libro adecuado para descubrir que el universo entero cabe en la página siguiente.
¿Por dónde empezar? Es sencillísimo: hagan memoria y recuerden aquellos viejos libros que los apasionaron durante la niñez. Y no se preocupen por el paso del tiempo, las buenas historias nunca envejecen. Y si durante el relato descubrimos que nuestros modernos e hiperconectados enanos no saben quién es Sandokán… ¡Expliquémoselos dibujándoles en una sábana una bandera pirata! Y si jamás vieron una bandana… ¡anudémonos una servilleta en la frente! Y si jamás oyeron hablar de la proa de un galeón… ¡tomemos una cuchara de madera, parémonos en la punta de la cama, y abordemos con valentía al barco pirata que ataca por babor! En fin, dejemos por un rato de lado nuestros aburridos roles de adultos responsables y permitámonos la gozosa libertad de compartir un cuento en compañía de nuestros chicos.
Compartir una historia junto a un peque es lo más cerca que podemos estar los adultos de la libertad
¿Qué me dicen? ¿Que andan buscando nuevas historias? Les tengo una buena noticia: nuestros admirados hermanos Grimm no son el fin sino apenas el comienzo. La literatura infantil y juvenil está repleta de nuevas y fascinantes historias por descubrir. ¿Quieren consejos? Acá les recomiendo cuatro buenos libros para compartir con los más chicos:
Y entonces llegó el lobo… de Gustavo Roldán.
Caperucita (tal como se la contaron a Jorge) de Luis Pescetti.
Hay que enseñarle a tejer al gato de Ema Wolf
Secreto de familia de Isol.
Pero los chicos crecen, así que también tengo buenos libros para recomendarles a los que ya saben atarse solos los cordones de las zapatillas:
Los vecinos mueren en las novelas de Sergio Aguirre.
Los devoradores de Ana María Shua.
La saga de los Confines de Liliana Bodoc.
El curioso incidente del perro a medianoche de Mark Haddon
Libros viejos, libros nuevos… lo mismo da. Lo que importa es que nosotros, los adultos, no olvidemos enseñarles a nuestros chicos que la posibilidad de habitar nuevos mundos y vivir otras vidas está al alcance de sus manos. Por algo Cortázar amaba tanto aquella frase de Paul Eluard que decía: “Hay otros mundos, pero están en este”. Quién sabe… tal vez, con el correr de los años, llegue el día en que alguno de nuestros peques se nos acerque para pedirnos que les recomendemos algún cuento de un tal Julio Cortázar. Pero para llegar a eso debemos hacer bien nuestros deberes de adultos. Y no hablo de obligaciones y retos. Hablo de animarnos a ser felices. Hablo de incentivar a nuestros enanos a abandonar la tele y la compu por un rato. A fin de cuentas, nada puede ser más divertido que bajar de la biblioteca a un viejo libro de Salgari, pararnos en la punta de la cama y —bien equipados con una bandana en la frente y una cuchara de madera en la mano— abordar al galeón pirata que se aproxima. ¡A la carga, mis valientes!