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Un café en Buenos Aires con el escritor Pablo Montoya

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Un café en Buenos Aires con el escritor Pablo Montoya
By Pablo Di Marco 29 de julio de 2018
  • Views: 45

Pablo Montoya. Foto: Sofía de la Rosa



Por: Pablo Di Marco* 

La espontaneidad perdida como contraposición a la madurez
literaria, su experiencia como profesor universitario, las inevitables
influencias, el mercantilismo que suele rodear al mundo del libro, los
contratiempos a los que conduce el éxito, las similitudes entre Medellín y
Buenos Aires… apenas algunos de los temas que tocamos junto a Pablo Montoya
durante una conversación repleta de café y pasión por los libros.

—Teniendo en cuenta que la buena escritura
late con un determinado compás y un determinado ritmo, es sorprendente que haya
tan pocos escritores vinculados a la música. Usted (que ha estudiado música en
la Escuela Superior de Tunja) pareciera una excepción. ¿Qué le aportan sus
conocimientos musicales a su escritura?
-Todos los seres humanos llevamos una música
que incide en nuestra manera de caminar, respirar y pensar. En la escritura ese
ritmo peculiar, que cada escritor lleva en su sangre, se nota. Pero otra situación
se presenta cuando en un proyecto literario la música aparece como contenido o
como forma. Desde esta perspectiva, siempre ha sido escasa tal presencia en la
narrativa. Como estudié música, y desde muy joven decidí enlazar a mis
inquietudes literarias las coordenadas sonoras, ella va y viene con holgura en
algunos de mis libros. Sin embargo, no hay que desconocer que dentro del
panorama de las letras latinoamericanas la música tiene momentos muy
altos: Carpentier y Los pasos perdidosJulio Cortázar y
“El perseguidor”, Felisberto Hernández con algunos
de sus cuentos, y Daniel Moyano y El trino del diablo.
Como aprendí a escribir, en cierta medida, leyendo a estos autores, considero
que lo mío se inserta en esta tradición latinoamericana un poco insular. En el
caso colombiano, un país bastante ajeno a las relaciones entre la literatura y
la música, la propuesta de convocar en mis cuentos, ensayos, poemas y novelas
lo que se denomina la música clásica resulta todavía más raro. Creo que lo que trato
de hacer, al introducir los conocimientos musicales en mi escritura, es, por un
lado, oxigenar ámbitos que están un poco estropeados por el realismo mágico, el
periodismo literario y el realismo urbano que por ahí llaman sucio. Y, por el
otro, está la decisión de ubicarme en esa tradición literaria que surge del
Romanticismo alemán, que se continúa en Francia, y que en América Latina ha
tenido muy buenos aunque pocos exponentes.
—En lo que a escribir se refiere, ¿qué ha
ganado y qué ha perdido desde la publicación de su primer libro a hoy?
-Cuando vuelvo a algunos de mis primeros
cuentos (eso fue lo que primero publiqué en los años noventa del siglo pasado),
y los confronto con las novelas que he escrito más recientemente, percibo la
continuidad de preocupaciones que se relacionan con la búsqueda de un estilo y
la permanencia de ciertos temas. Lo que me lleva a concluir que he ganado en
coherencia. Pero lo que he perdido, a todas luces, es la espontaneidad.
—Pareciera inevitable perder espontaneidad,
esa hermosa impunidad del escritor inexperto.
Antes escribía sin tantos tapujos, sin tantas
prevenciones, sin tantas consideraciones que, de una manera u otra, tienen que
ver con eso que se denomina hacer una obra. Ahora me rodean unas series de
angustias y pereques que antes, cuando era joven, no tenía. Pero sé que la
madurez literaria, como toda madurez, consiste en saber escribir apertrechado
en ese tipo de limitaciones.
—Los buenos libros dialogan con otros buenos
libros. Coincido con Piedad Bonnett en que su novela 
Lejos de Roma dialoga con Esperando
a los bárbaros 
de Coetzee, y yo también agregaría El
desierto de los tártaros 
de Buzzati. Sin embargo, en estas cuestiones,
la visión de los lectores suele estar disociada de la versión del autor. ¿Con
qué autores y con qué libros cree usted que dialogan sus historias?
-Depende de cada libro. En el caso de Lejos
de Roma
 es muy posible que algo de Coetzee, a quien leí
con mucha asiduidad en esos años, haya quedado. Pero soy más consciente de
otros libros con los cuales dialoga esa novela poética sobre el exilio. Para
empezar, Lejos de Roma es un diálogo con la poesía latina
erótica, y allí las obras de Ovidio, HoracioCatuloPropercio resuenan
con fuerza. Dialoga, igualmente, con Memorias de Adriano de Yourcenar,
con Una Historia imaginaria de David Malouf y
con El sexo y el espanto de Pascal Quignard. Y
desde el punto de vista estilístico, me parece que está muy emparentada con
el Camus de Bodas.
—No leí ni a Malouf ni a Quignard. Ya mismo
los anoto entre mis lecturas pendientes.
-Adelante, Pablo. Y hay más, si
tenemos en cuenta los múltiples inter-textos que ofrece Lejos de Roma,
el abanico de autores se amplía todavía más: SénecaMarco
Aurelio
KafkaBorgesSaint-John Perse.
Pero tu pregunta me parece pertinente porque una pretendida respuesta apunta a
un punto nuclear de mi escritura: el apoyo en la tradición literaria. Es decir,
en creer que al construir estos diálogos estoy apoyándome en lo que han escrito
otros.

Antes
escribía sin tantos tapujos, sin tantas prevenciones, sin tantas
consideraciones que, de una manera u otra, tienen que ver con eso que se
denomina hacer una obra. Ahora me rodean unas series de angustias y pereques
que antes, cuando era joven, no tenía. 

—Ahí intentamos estar, “Subidos a hombros de
gigantes”, a decir de Newton. Quisiera conversar un poco con el Montoya
profesor universitario. Ha sido profesor y coordinador de talleres literarios
en diferentes universidades. ¿Cómo cree que ha evolucionado —o involucionado—
la escritura de los jóvenes a través de los años?
-Estos talleres han contribuido a
“popularizar” el aprendizaje literario y han vuelto menos “misteriosas” sus
técnicas de escritura. Antes se entendía que uno aprendía solo, leyendo a los
clásicos, o intercambiando inquietudes con un pequeño círculo que se reducía a
unos cuantos amigos. La dinámica de los talleres es más o menos similar, pero
algo de esa secreta cofradía de antaño ha desaparecido. Los aspectos positivos
de esos talleres es que ofrecen atajos si el tutor es alguien avezado en el
asunto. Lo otro es que, evidentemente, las personas jóvenes que van allí
aprenden las técnicas y uno se encuentra con textos muy bien escritos. La virtud
de esos talleres, que corresponde a una virtud propia de la juventud, es el
entusiasmo que respiran, la vitalidad irrebatible en sus propósitos (casi todos
esos jóvenes anhelan escribir una obra maestra, y muchos de ellos te lo dicen a
rajatabla y creen tenerla ya lista en la cabeza).
—¿Y cuál es la mayor falencia que encuentra
en esos jóvenes aspirantes a escritores?
La falencia, algo propio de todo aprendizaje,
es que esos mismos jóvenes son dueños de lagunas inmensas en sus lecturas y
desconocen bastante la tradición literaria.
—Me pregunto si entre los estudiantes de cine
también habrá chicos que jamás vieron una película de Fellini, de Ford, de
Coppola, de Kurosawa…
-¿Cómo es posible, me pregunto, renovar una
literatura, o hacer la mentada obra maestra, si se ha leído demasiado, por
ejemplo, a Bukowski o a Bolaño, y se desconoce del
todo a Sófocles o a Dostoyevski?
 —Usted venía de publicar dos sólidas
novelas como 
Lejos de Roma y Los derrotados en Sílaba Editores
antes de publicar 
Tríptico de la infamia para Random. ¿Cree
que hubiese ganado el Rómulo Gallegos de haber seguido publicando en Sílaba? De
más está decir que mi pregunta no apunta a  su capacidad como escritor
sino a las preferencias de los grandes premios por las editoriales poderosas en
detrimento de las editoriales de menor peso económico.
-El premio Rómulo Gallegos que
me otorgaron podría tener una doble interpretación. Por un lado, se lo dieron a
una novela publicada por una editorial poderosa, pero se lo dieron también a un
autor casi desconocido y ajeno del todo a la literatura comercial. Eso
significa, por supuesto, que una editorial como Random House le está apostando,
o al menos eso sucede en mi país, a obras que no se enmarcan solamente en el
plano de las grandes ventas. Pero recalco que, con tres premios internacionales
de literatura encima, y a excepción de Tríptico de la infamia en
Colombia, mis libros siguen siendo libros mal vendidos. El Rómulo Gallegos
también quiere decir, y eso se afianzó sobre todo con los premios dados a Eduardo
Lalo
 y a mí, que no es lo mismo que el premio Planeta o el premio
Alfaguara.
—La entrega del Rómulo Gallegos pareciera
haberse tristemente cancelado, ¿no es así?
-Así parece. Y por  el carácter no
comercial y por el prestigio enorme, he lamentado mucho su temporal
cancelación. No solo por el bien de la literatura hispanoamericana, sino por el
bienestar del pueblo venezolano, espero que esta crisis económica se supere y
que el Rómulo Gallegos regrese con su habitual prestigio. Con todo, los premios
literarios son asaz aleatorios. Y para entrar en el campo de los chismes…
—¿Chismes? Espere que pido otro café, Pablo.
Lo escucho muy atentamente.
-Te cuento que en 2009 Alfaguara presentó al
Rómulo Gallegos Lejos de Roma y no pasó nada. De hecho, Lejos
de Roma
, que es para algunos de mis lectores más fieles mi mejor novela,
fue un fiasco comercial. Y como Alfaguara decidió no reeditarla, Sílaba me
abrió sus puertas y la publicó de nuevo en 2014. En resumidas cuentas, hoy en
día yo publico en dos editoriales, una que es grande y comercial (Random House)
y otra que es pequeña y alternativa (Sílaba). Y la verdad es que así, con este
doble perfil, me siento cómodo.
—¿Cómo es posible que el mundo del libro se
rija por principios tan mercantilistas?
Como decía Octavio Paz, si ahora
se publican tantos libros es debido a una dinámica comercial, y no precisamente
a que se haya incrementado la calidad de los lectores.

Foto tomada de facebook del autor.


—Quisiera subrayar
y repetir esa frase de Paz: “Si ahora se publican tantos libros es debido a una
dinámica comercial, y no precisamente a que se haya incrementado la calidad de
los lectores.” 
-Hay sin duda un crecimiento cuantitativo,
pero sospecho que el lector que tanto reclamaron NietzscheValéryBorges y Gracq,
ese tipo sofisticado que devora libros como un rumiante exquisito y aquejado de
ese mal burgués llamado escepticismo, es una figura en extinción.
 —Y acá me vuelven a la mente esos
aspirantes a escritores que usted antes mencionaba, los que aspiran a escribir
una obra maestra pero olvidan el placer de la lectura. Volviendo a los
principios mercantilistas que tantas veces rigen al mundo del libro, ¿qué puede
hacer un autor como usted para luchar contra eso?
-No sé si contra eso se deba luchar. Pero de
lo que sí estoy seguro es que mi única manera de reaccionar ante tal coyuntura
es afianzar más mi convicción de que la literatura es un arma de resistencia y
disidencia. Y por tal razón, pienso que jamás escribiría un libro orientado por
principios mercantilistas.
—Obtener un premio de la envergadura del
Rómulo Gallegos pone al escritor en la situación de verse presionado a opinar
sobre infinidad de temas no necesariamente vinculados a la literatura. ¿Cómo
lidia usted con ese “daño colateral”  del reconocimiento?
-Son los reveses y hasta lo cómico de un
premio de esta categoría. Es como ir en el metro de Medellín o caminar en un
centro comercial de esta misma ciudad y verme asediado por personas que quieren
una fotografía conmigo. Cuando gané el Rómulo Gallegos, muchos escritores me
pidieron un prólogo o una frase para sus libros, me llegaron invitaciones de
todas partes, los periodistas me tenían literalmente agobiado, sobre todo
porque se trataba de jóvenes que jamás me habían leído. Era como una gran bulla
por un libro que casi nadie conocía. Y no faltaban aquellos que me pedían una
opinión sobre cualquier cosa. La verdad es que, si bien es cierto he sido
generoso con las entrevistas y no le he sacado el cuerpo a este lado del
reconocimiento, estoy agotado y creo que más temprano que tarde cerraré este
período para volver a la tranquilidad de antes. Solo necesito, me consuelo
pensando así, no responder los correos ni las llamadas, y ante las invitaciones
cobrar una fortuna para que ese sueño se haga realidad.  

mi única manera de reaccionar ante tal
coyuntura es afianzar más mi convicción de que la literatura es un arma de
resistencia y disidencia.

—Creo que a un escritor debieran bastarle
cuatro o cinco novelas para brindar su idea del mundo, sin embargo se sigue
escribiendo. ¿Por qué?
-En el caso mío es porque no sé hacer otra
cosa mejor que escribir. Ahora bien, no sé si escriba hasta el momento final de
mi vida. No puedo asegurarlo. Tengo el plan de escribir unos cuantos libros
más, pero trataré de no caer en la ridiculez de gritar a grandes voces que este
o tal otro es mi último libro. Supongo que un escritor genuino, y no uno de
esos que buscan ansiosamente el dinero o desean llamar la atención de los
medios, escribe por desesperación, por no sucumbir ante la evidencia de la
muerte, o por un deseo desbordado de celebrar algún elemento esencial de la
vida.
 —Aún no tuve la fortuna de conocer
Medellín. Dígame, ¿es cierto que —para bien y para mal— Medellín es la ciudad
más argentina de Colombia? ¿O debiéramos decir que Buenos Aires es la ciudad
más antioqueña de Argentina?
-En Medellín decimos que Gardel es
de los nuestros porque pensamos que uno no es de donde nace sino de donde
muere. En Medellín escuchamos tango y esa música la consideramos tan nuestra
como la consideran ustedes. Y la verdad es que también queremos rivalizar con
ustedes en el mundillo vocinglero del fútbol. Y hablamos coloquialmente con
palabras provenientes del lunfardo.
—No me chamuyés, Pablo…    
-¡Y voceamos también como ustedes! Bueno, eso
hace que yo cuando voy a Buenos Aires me sienta tan acogido y como en casa.
Pero Medellín es provinciana y tristemente chovinista porque sigue siendo una
ciudad pequeña. Y en lo que tiene que ver con el cosmopolitismo que se respira
en Buenos Aires, aún le falta mucho a esta bella villa por aprender. 
—Vamos con la última pregunta. Le regalo la posibilidad
de invitar a tomar un café a cualquier artista de cualquier época. Cuénteme
quién sería, a qué bar lo llevaría, y qué pregunta le haría.
-A Tolstoi, a Voltaire y
Rulfo.
—Ah, qué trío.
-E iría a tu Buenos Aires, ciudad de
entrañables cafés donde se puede hablar, y no como los de Medellín que son
ruidosos e impiden degustar las delicias de la conversación, y me iría detrás
de Borges. Esperaría a que se sentara. Pediríamos un pintado y…
 —No, espere. En Buenos Aires no pida
un “pintado” que no lo van a entender. Pida un “cortado”.
Ah, bien. Un cortado, entonces. Y acompañado
por una media luna. Y le preguntaría a Borges por el sentido
de aquella frase suya que sigo sin comprender: “Ser colombiano es un acto de
fe”.

Pablo Hernán Di
Marco
.
Desde
Buenos Aires trabaja vía internet en la corrección de estilo de cuentos y
novelas. Autor de las novelas Las horas derramadasTríptico
del desamparo
 y Espiral. Colaborador de la
editorial Ojo de Poeta y columnista y colaborador de la revista
cultural Libros & Letras.
Síguelo
en 
Facebook: pablohernan.dimarco