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Un café en Buenos Aires

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Un café en Buenos Aires
By Libros y Letras 1 de septiembre de 2013
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No. 6.451, Bogotá, Domingo 1 de Septiembre del 2013 
Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos. 
Friedrich Nietzsche.
Hoy: José Gabriel
Ceballos
Por: Pablo Di Marco,
corresponsal L&L en Buenos Aires.
La literatura se suele escribir, editar,
imprimir, elogiar y defenestrar desde los grandes centros urbanos. Sin embargo,
quedan escritores que, a base de esfuerzo y talento, resisten desde las
orillas. Basta pensar en Faulkner, quien desde la periferia imaginó y escribió
un condado (Yoknapatawpha) que para sus lectores es todavía más tangible que
cualquier gran capital.
    
Argentina tal vez tenga su propio Faulkner. Se llama José Gabriel
Ceballos (ganador nada menos que del Premio de Narrativa Ciudad de Alcalá, en
España), vive en una pequeña localidad de la provincia de Corrientes, y desde
allí crea una obra que piensa, describe e interpela la complejidad del mundo a
partir de su pueblo.
Estoy escribiendo una nota para la Fundación “Tierra de
Promisión” en la que me pregunto por qué (y para qué) escribir cuentos y
novelas. Llegué a la poco brillante conclusión de que se escribe ficción para
entender y explicar el mundo. Pero a nuestros lectores les interesa tu opinión:
¿Para qué escribir, José?
J: No sé, carezco de una respuesta verdaderamente satisfactoria. La más
satisfactoria tal vez sería: escribo porque es lo que mejor me sale. Jugué en
otras canchas, intenté ejercer la profesión de abogado, dirigir una empresita,
etcétera, pero mis fracasos más llevaderos, más disimulables, ocurrieron en la
literatura. O tal vez: escribo porque respiro. Las respuestas con mayor
profundidad filosófica, del tipo de la que mencionás en tu pregunta, o “escribo
para organizar el mundo”, me duran poco tiempo en pie. Llevo casi cuarenta años
escribiendo y el mundo sigue siendo para mí un caos incomprensible.
¿Qué sabés de literatura colombiana?
J: No mucho, lamentablemente. De lo que podemos considerar reciente, me
gusta en especial la poesía de Antonieta Villamil y la de Luz Cordero, y la
narrativa con vuelo que refleja el fenómeno narco, como “La lectora” de Sergio
Álvarez o “La Virgen
de los sicarios” de Fernando Vallejo, tal vez por mi preferencia hacia lo que
algunos denominan “literatura situada”. Vallejo me interesó de un modo
particular durante un buen tiempo, pero después lo sentí demasiado encapsulado
en su papel de “incorrecto”, que se le volvió, me parece, muy conveniente desde
el punto de vista comercial
Por un lado tenemos editores que no
diferencian un buen libro de un asiento contable, por otro lado tenemos
lectores cada vez más complacientes, orgullosos de poder leer de corrido 
Cincuenta sombras de Grey. ¿Por momentos no
te gana la desesperanza?
J: Y sí, es un sentimiento inevitable. Pero entonces pienso que el de los
editores siempre fue un mundo árido y que lectores bobos hubo siempre, y pienso
en los clásicos que mendigaban una licencia oficial para publicar lo que
escribían con pluma de ave y a la luz de una vela, y pienso que la nueva
tecnología multiplica los malos tanto como los buenos lectores, y la
desesperanza se diluye.
Me encanta intercambiar libros con mis
entrevistados. Y te voy a poner en un problema, porque el libro que te voy a
regalar es precioso. Acá lo tenés: 
La raza de los nerviosos de Vlady
Kociancich, un ensayo magnífico que revela manías, luces y miserias de grandes
escritores. ¿Qué me vas a regalar, José?
J: Muchas gracias; no lo he leído. Te voy a regalar “Fronteras”, libro
también precioso, del uruguayo Ignacio Olmedo, publicado poco tiempo atrás.
Cuentos que en su mayoría se desarrollan en la frontera entre Uruguay y Brasil,
un espacio cultural casi idéntico al que habito. Estoy convencido de que las
fronteras geográficas albergan un imaginario singular, un yacimiento de
historias y personajes, de estéticas incluso, especialmente rico, y que cuando
se trata de una frontera también idiomática tal cualidad se potencia, por
aquello de que la manera de hablar implica una manera de pensar. El diálogo
constante de dos modos de ver el mundo produce esa riqueza. Escribí dos novelas
y muchos cuentos ambientados en ese mundo fronterizo, y envidio la capacidad
magistral de Olmedo para abordarlo.
Vivís en Alvear, una pequeña localidad de la
provincia de Corrientes lindante con Brasil. ¿Qué gana y qué pierde un escritor
viviendo tan lejos de donde Dios tiene sus oficinas?
J: A mí, sinceramente, no me interesa demasiado que Dios me atienda en lo
que respecta a la literatura. Con que el tipo me deje seguir escribiendo ya
está bien. Por supuesto que en un pueblo alejado de las vidrieras literarias se
pierden cosas, fundamentalmente el contacto con los lectores. Seguramente en
Alvear tengo unos cuantos lectores, pero por recato vecinal casi no se me
manifiestan. Y uno necesita verificar la comunicación con los lectores,
dialogar con ellos sobre la obra propia, lo que yo llamo el “efecto rebote”,
porque se escribe por catarsis pero asimismo por comunicación. En fin, ahora,
con internet, este asunto se me volvió mucho más tolerable. En compensación, la
vida en mi pueblo me proporciona tranquilidad y tiempo para escribir y leer y
una “materia prima” riquísima en historias y personajes con que alimentar mi
tarea. Claro que debí adaptar la escritura a tal circunstancia de lugar, adaptación
de la que salió toda mi serie de cuentos situados en el espacio mítico de
Buenavista.
Vamos a terminar con las dos preguntas
clásicas de 
Un café en Buenos Aires: Alguna vez Vargas Llosa dijo que el día más triste
de su vida fue cuando Jean Valjean murió en 
Los miserables. ¿Cuál fue el día
más feliz de tu vida?
J: Fueron dos:
cuando nacieron mis hijos.
Te regalo la posibilidad de invitar a tomar
un café a cualquier artista de la época que prefieras. Contame quién sería, a
qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.
J: Me llevaría a
alguno de los abuelos. Siento un cariño muy concreto de nieto por los llamados
padres de la lengua, Cervantes, Quevedo, Lope y todos ésos. Algo que va más
allá de la admiración literaria y del dato histórico. Cuando pienso en
cualquiera de ellos siento lo mismo que cuando recuerdo a mi abuelo paterno, el
único que conocí. Un gallego que me sentaba en sus rodillas y me contaba
cuentos en los que abundaban selvas terribles, cavernícolas y dinosaurios. A
ver: supongo que elegiría a Quevedo. El abuelo que cualquiera querría tener,
sabio, un tanto cascarrabias, pero también jodón. No por ello voy a querer
menos a un abuelo solemne como Góngora, digamos, pero me lo llevaría al Pancho
Quevedo. Disfrutaría lo indecible tomándome unos vinos con Quevedo,
escuchándolo. Y el bar sería el Florida, del puerto de Corrientes, ya
desaparecido. Allí viví muchas noches intensas durante mi bohemia de la época
universitaria.