Viejas bicicletas de un mundo sin afán

Por: Reinaldo Spitaletta
Las imágenes más primitivas que recordaba de aquel lugar habitado entonces por hombres con relojes de cuerda (algunos, marca Ferrocarril de Antioquia) y pantalones de dril naval, eran las de las bicicletas. Él escuchaba su dificultoso rodar en las madrugadas, sobre las calles sin asfalto en esos días lejanos en los que el mundo daba la impresión de estar recién inventado. Le parecía como música de pájaros y él se sentía feliz en la tibieza de sus frazadas y en particular por no estar en la calle en esas horas frías. Así se lo decía, mientras se volteaba en la cama.
Eran ciclas pesadas, ruidosas en el cascajo, la gravilla y los caminos de tierra, con dinamo, lámpara delantera y parrilla con bombillos de colores. Los tipos que las montaban llevaban un termo y parecían tranquilos, según su pedalear armónico y sin sobresaltos. Eran, la mayoría, trabajadores de textileras y algunos otros de los talleres ferroviarios.
El pito de las fábricas se escuchaba en toda la ciudad: a las cuatro de la mañana, a las doce del día, a las ocho de la noche. Anuncios de los cambios de turno. Los de las bicicletas con caramañola iban a los telares. Los primeros los habían traído, a principios del siglo XX, de Manchester, Inglaterra, por mar, ríos y mulas. Luego, arribaron otros más modernos, en buques, trenes y tractomulas. Cuando estos últimos mastodontes mecánicos aparecieron y se multiplicaron, el ferrocarril se fue diluyendo hasta convertirse en un fantasma de color sepia, materia de nostálgicos y jubilados, y de interés para algunos historiadores.
Aquellos hombres de las bicicletas olían a algodón crudo, a telas nuevas e hilos, y él, desde su habitación, percibía fugaces aromas de jabón de baño. “Hoy deben ir de azul”, se decía. Las bicicletas nocturnas y las de la madrugada llevaban luz adelante y atrás, que ayudaba a vislumbrar los desniveles de las calles, cuyo alumbrado público era apenas de bombillas de escasas bujías. “Parecen luz de tabaco prendido”, se escuchaba decir a algunas señoras. Las del mediodía dejaban ver, en ciertos casos, parrillas con ornamentos, el galápago con flecos de colores y las marcas, casi siempre Phillips, Humber y Raleigh.
Algunas tenían adornos en el manubrio y no faltaba la que llevaba corneta, que el ciclista hacía sonar al oprimir una esfera negra. Bueno, había otras con campanita o timbre plateado, que por asociación evocaban los sonidos de los carritos de helados y paletas. Las bicicletas obreras eran parte esencial del paisaje urbano, cuando todavía las calles eran libres y no había tráfago de automotores.
La ciudad olía a calderas industriales, el aire era violeta y las montañas, algunas con enormes antenas repetidoras, eran azul turquí. “Cómo ha cambiado todo”, pensó al tiempo que alejaba el recuerdo de las bicicletas inglesas y de los ciclistas proletarios. Hasta su memoria, sin poderlo contener, tornaron las imágenes de muchachos, hijos de trabajadores fabriles, que los domingos montaban en las ciclas de sus padres y se desplazaban sobre ellas como si fueran conquistadores o héroes de antiguas batallas.
Ahora, los cuadros que le llegaban eran los de edificios inteligentes, de cerebros electrónicos y un sin fin de aparatos y máquinas que podían realizar el trabajo de mucha gente. El timbre futurista de un teléfono móvil lo sacó de sus meditaciones. “El mundo es más veloz”, pensó. “Pero tiene menos colores que antes”, agregó, no sin cierta desazón.
No es que haya menos colores —se dijo más tarde, contradiciéndose— sino que son distintos, nuevos. Inesperados. “Mejor dicho, son de otros colores”. Todo esto lo pensaba mientras escribía en un ordenador y trazaba esquemas mentales de las viejas bicicletas que lo despertaban en las madrugadas, cuando el mundo caminaba más despacio y él podía dormir sin desasosiegos hasta las nueve de la mañana.

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