Caballero habla de Harold Alvarado

Ajuste de cuentas: un libro a cuchilladas 

Por: Antonio Caballero H./ I Parte. No voy a definir al odiado y odioso Harold Alvarado Tenorio en un par de adjetivos calificativos: quedaría faltando el poeta, capaz de rotundas sentencias heraclitianas o de versos sueltos con el aire límpido del chino Li Bai (Alvarado Tenorio es un gran parodiador: ha inventado poemas de Borges, de Whitman, de algún remoto poeta japonés del siglo VI antes de Cristo); y quedaría por fuera el crítico literario, que pese al odio que supura y que informa su prosa tiene un certero criterio para juzgar a los demás poetas. Como poeta, lean de él estos versos: 
«Los tiempos han dispuesto 
buenas y malas tardes». 
Se trata, sí, de la habitual obviedad poética. Pero es que en fin de cuentas la poesía se reduce a la obviedad. Y Alvarado Tenorio tiene, dentro de esa obviedad, los dones de la concisión, del ritmo y de la armonía: eso que dice está bien dicho, y no se necesita decir más. Y, como lector crítico de poesía, vean este juicio suyo, tomado de verdad al azar, sobre Aurelio Arturo: 
«Sus melodías son mejor recordadas que sus asuntos». 
Tampoco pretendo aquí definir o resumir este libro mamotrético. Le basta con su título: «Ajuste de cuentas». Un ajuste de cuentas de Harold Alvarado Tenorio (¡qué buen nombre paródico para un poeta! Parece inventado por él mismo. Harold, como el Childe de Byron; Alvarado, como el Pedro feroz de la conquista de México, ese «sol» terrible que acompañó a Hernán Cortés en su destrucción del imperio azteca; Tenorio, como el Don Juan de Tirso y de Zorrilla… Y al escribirlo, el computador subraya en rojo, como palabras inexistentes, la palabra «Harold» y la palabra «Alvarado». Puede ser que eso le dé más leña a su persecutoria paranoia; o puede ser también el juicio de la historia), un ajuste de cuentas con toda la poesía colombiana del siglo XX, que odia minuciosamente y cuya misma existencia pone en duda desde el epígrafe. Desde uno de los varios epígrafes despectivos con que encabeza el libro, y que de entrada sacan de juego y anulan todo lo que viene después. Uno que toma de Jaime Jaramillo Escobar, que en opinión de Alvarado (y también en la mía) es, en lengua castellana, uno de los mejores poetas del siglo: 
«Tierra de copleros y de serenateros, Colombia es un país cerrado para la poesía moderna». 
A todos los poetas colombianos que escoge para esta antología, vivos o muertos, Alvarado Tenorio los detesta. A unos por sus versos, a otros por sus personas, a otros por las intenciones que les atribuye, a otros por su cara o por su culo, a otros por haber ganado un premio literario completamente inmerecido y en general desconocido por alguien que no sea él mismo. A unos pocos los admira, a su pesar. Este es un libro arbitrario, rabioso, rencoroso, y en muchas de sus páginas escrito (con bastante descuido, por otra parte) con la intención maligna de hacer daño. Y debo yo advertir aquí, en estos primeros pasos que doy en el pantano de un prólogo, que creo ser uno de los muy pocos amigos que le quedan en la vida a Harold Alvarado Tenorio, poeta desaforado y paranoico, crítico errático y contradictorio y paranoico, persona habitada por muchos demonios. Tan amigo suyo soy que me incluye a mí en su breve lista de poetas buenos. Aunque no me incluye exactamente a mí, el Antonio Caballero que firma este prólogo: incluye a Ignacio Escobar, el protagonista de una novela escrita por mí, personaje ficticio que a su vez, y por su cuenta, escribía versos. Y debo decir también que, a pesar mío, esa inclusión me halaga. Aunque sea tan arbitrario como los premios literarios que censura Alvarado, me parece también un merecido, aunque tardío, reconocimiento. Por fin alguien se da cuenta de que esos versos que inventé para mi personaje inventado no eran versos de relleno: eran versos. (El lector que esté interesado puede leerlos aquí hacia el final del capítulo sobre la generación desencantada). 
Alvarado los interpreta mal, por supuesto. Ese es el destino de toda poesía. 
Y sin embargo, por encima de sus odios obsesivos y de sus caprichosos enamoriscamientos, más allá de sus prejuicios sociales y políticos y de sus deliberadas cegueras , Alvarado se inclina ante el talento. El de Guillermo Valencia, por ejemplo, por encima de su calidad de señor feudal de horca y cuchillo y de parlamentario reaccionario del partido conservador: «Ritos – dice Alvarado – es uno de los más bellos libros de nuestras literaturas». Incluso a su predilecta bestia negra, el vacío y vociferante Gonzalo Arango nadaísta de los primeros años sesenta, le concede un chispazo de lucidez citando una carta suya en la que reconoce que en vez de dedicarse a tomar trago y a fumar marihuana hubiera debido más bien ponerse a terminar el bachillerato. Como casi todos los de ese grupo. Y hasta al estremecido piedracielista Eduardo Carranza, a quien abomina por franquista, por falangista, por piedracielista, le reconoce un par de sonetos. Algo parecido le sucede con Álvaro Mutis, a quien desprecia hasta el punto de que cuando habla de su poesía pone la palabra «poesía» entre comillas: pero le dedica diez páginas y le publica cinco largos poemas. 
Si habla del falangismo de Carranza, del conservatismo de Valencia, y así sucesivamente, es porque para Alvarado la poesía no va sola en el vacío, encerrada en una mallarmeana torre de marfil, sino que va con la historia. El poeta es siempre, como dice Georg Lukács, «reflejo estético» de su momento histórico, económico y social, lo quiera o no. Les hacía Salvador Dalí una recomendación a los artistas jóvenes: «No traten de ser contemporáneos: es lo único que no podrán dejar de ser». Porque el tópico del poeta – o el artista, o incluso el periodista – «testigo de su tiempo», témoin de son temps, es una de esas fáciles tautologías que se les ocurren a los editores y a los académicos franceses. Así, juiciosamente, este libro sitúa a los poetas colombianos en su lugar y en su momento. No sólo en sus grupos, o en sus movimientos: Los Nuevos, el grupo de la revista Mito, el nadaísmo, etcétera. Sino también en su hora exacta y en su provincia respectiva (toda Colombia ha sido siempre provinciana). A José Asunción Silva, por ejemplo, lo arranca del siglo 19 en que vivió para ponerlo en el 20, que es cuando fué leído, en una Bogotá que seguía siendo una gran aldea pacata y terriblemente triste. A Julio Flórez lo muestra sobre el paisaje de la guerra de los Mil Días – de la cual Alvarado dice, con su habitual gusto por la exageración desalada, que fue «la más atroz de las guerras de la historia del hombre»: se nota que no ha leído la Ilíada, con sus destripamientos. A Jorge Gaitán Durán lo planta en pleno espanto burocrático de la milimetría bipartidista del Frente Nacional. A María Mercedes Carranza, en el desencantado descampado de los años setenta, con un prosaico trasfondo de Belisario Betancur y Casa de Poesía Silva. A Olga Isabel Chams Eljach, en los calores sin respiro de la Barranquilla de antes del aire acondicionado.

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