No. 7150, Bogotá, Sábado 8 de Agosto del 2015
El zorro de Pampanito
Por: Harold Alvarado T.
Que la música de Orfeo cante y sea conmigo.
Que la mesa sea servida por pájaros.
Quede en mí la sonata, que la muerte,
segura, cantará entre los bosques.
Que el agua de los ojos de dios caiga sobre la tierra.
Que el dulce honor del ángel me cubra y acompañe,
que el oro del cadáver haga reino en mi espíritu.
Que en Abril sea mi muerte.
Que sea como el derrame de mi hermana pequeña,
que así mismo a mis nervios los escale la sangre
y sienta yo el bello vértigo en los campos del otoño.
(Sonata)
Mis primeros encuentros con Pepe Barroeta (Pampanito, 1942-2006) enaltecen, quizás, aquella navidad del año del Congreso de Cabimas, cuando en un pueblo que, digno de las escenas de Al Este del Paraíso, el 14 de diciembre de 1922 un pozo había vomitado 155.000.00 millones de barriles de petróleo, nos conocimos muchos de quienes estamos, hoy, condenados a la muerte implacable. Debimos conocernos en aquellas jornadas donde vivamente desfilan, en plena juventud, el Chino Valera Mora, Nicolás Suescún, Carlos Contramaestre, Alfredo Silva Estrada, el infante Cobo Borda, Alfredo Chacón, Douglas Bravo o él, cínico desde entonces, Enrique Hernández de Jesús.
No he conocido otra representación de la amistad, la camaradería y la alegría de estar vivos, como la conocí entonces, con aquellos alegres conspiradores, en una patria, la lengua, que en Venezuela era feliz y libre, al menos para algunos de los que visitábamos por vez primera lugares y ambientes tan distintos a los nuestros, donde campea, todavía, monda y lironda, la más cruel de las intimidaciones y la maldad humana.
Los venezolanos fueron para mí desde entonces el símbolo mismo de una vida como nunca había conocido.
Luego volvería a encontrarme con Pepe, y el resto de esas cuadrillas que comandaba, gracias a los oficios de un disimulado mulato que en compañía del pintor amazónico Omar Granados recorría Colombia a la caza de un amor imposible. Pedro Parayma, hoy Doctor José Francisco Martínez Rincones, cruzó varias veces las cordilleras andinas, de Cúcuta a Pasto, pasando por Medellín y Cartagena, persiguiendo un sueño con cuerpo de mujer. En uno de esos recorridos, cuando detenía por uno o dos días su espléndido coche americano repleto de vinos, o mientras leía alguno de sus extensos y fabulosos poemas a La Sanguijuela de los Pies de Oro o a la memoria de sus antepasados de Tinaquillo, tallado en carne viva en su hijito Don Rodrigo, decidió cargar, literalmente, conmigo, y fue así como terminé conociendo la capital de los Andes, la entonces bella Mérida, donde he acaparado varios de los mejores días de mi vida. Allí hice amistad para siempre con Barroeta y su carnal, hijo, hermano, sobrino, perro, gato, pájaro y poema: Diómedes Cordero. No recuerdo visita mía a Mérida o Caracas, donde no hubiese gozado de la amistad y el cariño de ambos. A ellos debo, y sin duda, a Juan Liscano, que haya podido conocer el alma venezolana, mi ánima.
Pepe Barroeta es uno de esos maravillosos seres que produjo la Venezuela de Sardio y El techo de la ballena, de Pompeyo Márquez y Teodoro Petkoff, cuando hasta la guerra de guerrillas resultó ser obra de la poesía y no de la maldad. Quiero decir que aquellas aventuras mortíferas que inculcó Ernesto Guevara, siendo atroces y despreciables, fueron gestadas por un anhelo de bienestar para el hombre y no un mero lucro, como a la postre terminaron siendo todas las conquistas armadas y las mafias del narcotráfico que hemos conocido. Un batir de alas de querubes movía aquellas empresas de sangre. Barroeta pertenece a esa generación de poetas de la Pandilla de Lautremont, con Luís Camilo Guevara, Víctor Valera Mora, Caupolicán Ovalles, Elí Galindo y Ángel Eduardo Acevedo, guerrilleros y dinamiteros de la lengua escrita, hablada y bebida en los campos de Marte de Sabana Grande, en los palacios del rock y el licor de Malta de la República del Este , el Halász Macska , Nerone , Viñedo , Veccioo La Bajada.
Pepe Barroeta vivió y levantó su obra en una suerte de estado paranormal de excepcionales desempeños con los cuales vivo venció a la parca. No fueron pocas las ocasiones cuando viví en carne propia sus alucinantes actos contra ella, como en aquella ocasión, cuando luego de varias horas de consumo etílico, bien entrada ya la noche merideña, fuimos a la búsqueda de unas maritornes en una venta del páramo y luego de ambular por los filos del amanecer no dimos con nadie, sino con una espesa niebla que apenas dejaba ver los signos de los desastres interiores de nuestras almas. Pepe nos había arrastrado en un automóvil convertido en carroza de Blanca Nieves, al sub-mundo de Pedro Páramo, su otro igual mexicano y aun cuando nadie me lo crea, estuvimos en el más allá, desorientados por la errátil orientación de nuestras almas. O aquella otra semana, en Valencia, cuando mientras todo el mundo leía poesía, Pepe decidió que debíamos recorrer todos, literalmente todos, los deshuesaderos de automóviles del mundo, para que regresara yo a Bogotá, con un renovado motor para mi viejo Dodge Dart de los años cincuenta, que por cierto y gracias a la terquedad de Pepe, me salvaría la vida al ser el único testimonio de mi pobreza cuando un rio de la maldad quiso otra vez llevarme con ella. La alucinante lucidez de Barroeta emanaba de un soñar despierto al que le condujo sin piedad la poesía, o esa variante de la vida, donde solo la belleza de una mujer o el amor de un hombre, toma sentido.
Hace una década, una legión de sus amigos celebró a su lado su inminente abandono de este mundo. ¡Como si a él le hubiese importado! Pepe Barroeta nunca estuvo en la tierra. Lo suyo fue la poesía y la amistad. Asuntos que no conocemos los hombres ni las mujeres, excepto por los destellos que ángeles o demonios como Barroeta dejan intuir desde sus ojos, azules, como la misma muerte. ¡Larga vida a Pepe Barroeta!, habría gritado entonces nuestro finado estalinista de cabecera, el camarada Valera Mora. ¡Larga muerte, viejo lobo!, repito yo ahora Pepe Barroeta, zorro de Pampanito, cuando has cumplido tu hazaña y estas más vivo que nunca.
Fluvial
Hay un arte de anochecer.
De la entrada del cuerpo al alma,
de la niebla a la redondez
y del círculo al cielo;
hay un arte de luz,
un campo donde anochecer
es mirar la vida
con el cuerpo cerrado.
Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.
Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.
Arte de anochecer, 1975.