Ir y venir

Por: Amilcar Bernal

Una mujer
que habla con los ojos y come con un hambre de otros días; que lleva adherida
la cara a unos crespos locos estirados hacia las galaxias por mor de una
genética energía, la cara bonitamente larga, de caballo de porcelana calvo del
rostro y pecas sobre una piel de perla opaca que han cuidado desde siempre para
que no envejezca, esa, la que estuvo veintidós minutos comiendo con un hastío
de reina frente a mí –que leo El jinete polaco, la más bella novela escrita
sobre recuerdos de la infancia- sentada en un puesto de la plaza circular de
comidas del centro comercial, en la circunferencia de mesas cercanas a la
vidriera por donde se cuela en la mirada la tarde de este martes amarillo como
los recuerdos de los chinos. Una mujer de la edad de las últimas miradas
coquetas que pudo haber sido mi amor y yo su vida si nos hubieran presentado en
una fiesta hace cuarentaisiete años, cuando mamá me ponía la mejor camisa y el
pantalón largo de ir a los exámenes y no me bendecía porque dudaba de la fe
sino que se bendecía a sí misma encomendándome a la abuela, su dios, para que
yo, su otro dios, volviera antes de las once de la noche y le contara que no
había bebido pero había sospechado el amor en la espalda de una mujer que
hablaba con los ojos y apretaba a un hombre con una fuerza de otros días para
que la inercia de los giros no se lo llevara volando y ella se quedara hablando
con los ojos a una fiesta de momias, pues eso éramos los demás; aquella por
quien yo hubiera querido tener el valor de los solitarios que se atreven a
sacar a bailar a una desconocida, esa, la única de la fiesta que llevaba
adherida la cara a unos crespos endemoniados estirados hacia las galaxias por
mor de una genética energía, la cara bonitamente larga, de caballo de porcelana
calvo del rostro y pecas sobre una piel de perla opaca que han cuidado desde
siempre para que no envejezca; la que terminó de comer para ser más bonita y de
hablarse con los ojos como quien recuerda con micrófonos de sangre y se fue en
el instante en que en la novela Manuel imagina a su madre campesina mirando el
teléfono que él acaba de colgar tras saludarla, allende varios mares, y con esa
inocencia decimonónica que la civilización no le ha quitado se queda mirando el
auricular, ella, una vieja de la generación de los que sólo han hablado cara a
cara, maravillada al pensar que allí en ese pedazo de plástico estuvo su hijo
hace un minuto, su amado hijo que se fue a errar por el mundo ejerciendo su
profesión de traductor y viviendo en otros idiomas una vida ajena al cultivo de
las hortalizas que ha sostenido, lejos del progreso, a varias generaciones de
su familia, por lo que, concentrado como un semáforo, no me percaté de su
partida y en la siguiente mirada a su puesto sólo vi un plato vacío y mucha sed
en un vaso de cartón abandonado, todo el paisaje blanco en el dibujo de las
ilusiones, o transparente que es un blanco tímido, hasta ahora, algunos minutos
después, cuando en la vidriera del lado oriental donde me encuentro, por un
capricho de espejos circulares que superponen sus reflejos con los de las
ventanas del lado contrario mostrando imposibles, veo la espalda de la mujer
que dijo miradas y ahora digiere alimentos de otras hambres mientras se aleja
al fondo del olvido sin saber que hubiera podido ser mi vida y yo su amor, y
que yo habría podido hablarle de ella a mi madre muerta hace ya muchas
lágrimas, si hubiera sido posible que un teléfono mitad real y mitad cielo nos
comunicara desde hoy hasta la noche de cuando yo tenía diecisiete años y ella
me mandaba a las fiestas para que me despabilara y dejara de leer tanto que el
cerebro se me iba a llenar de edades ajenas y cuando me diera cuenta de que la
vida no es de tinta y papel ya ella se habría muerto y no habría forma de
enseñarme a distinguir y enamorar señoras que estaban por ahí para ser
enamoradas.

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