(Una obra maestra de Joseph Roth, trágico escritor austrohúngaro)
Por: Reinaldo Spitaletta
Los mapas de entonces, en Europa y Asia, eran distintos. La geopolítica tiene la endemoniada capacidad, que puede ser un asunto de fuerza y expansionismos, de modificar el mundo; y en general, o mejor dicho, casi siempre, para favorecer a los poderosos. Y así, en una región que para fines del siglo XIX era de la Rusia zarista, y que antes había sido anexada al imperio austro-húngaro, y que tal vez para diferenciarla de la muy gallega e hispánica Galicia, se escribía con una “t” y una “z”: Galitzia, o Galicia de los Cárpatos, histórica tierra, hoy parte de Ucrania, nació un sujeto de padre austríaco y mamá rusa, mezcla que debe producir seres delirantes y amadores de vino y otros licores.
Lo habían bautizado como Moses Joseph, apellidado Roth. Era 1894 cuando vio la luz, y años después, cuando el mundo estaba a punto de padecer la peor conflagración en la historia humana, se suicidó, en la Lutecia, en la ciudad luz, en París, y ya su primer nombre había desaparecido hacía rato. Sus libros los firmó como Joseph Roth, judío que al final de sus días, claro que quizá él no se sabía que eran sus últimos días, abrazó el catolicismo. O eso dicen.
Amó en sus principios a Austria-Hungría. En Viena vivió desde muy joven, y una de sus obras, tal vez la más perfecta de ellas, La marcha de Radetzky, da cuenta de esa filiación querendona por una tierra que los Habsburgo convirtieron en un imperio, en el que se hablaba polaco, checo, ruso, servio, croata, húngaro, búlgaro y la minoría conversaba en alemán. Y esta fue la lengua que adoptó el hombre que presenció la Gran Guerra, que fue testigo de la revolución soviética, que ejerció como periodista y crítico literario, disciplinas que lo hicieron conocido antes de erigirse como uno de los novelistas más destacados de la primera mitad del siglo XX.
Roth, que escribió crónicas berlinesas y vienesas, que fue corresponsal en París del Frankfurter Zeitung, dejó de ser imperialista austro-húngaro y derivó en un ser de izquierda, que llegó a firmar algunas de sus columnas como El rojo Joseph. Son célebres sus correspondencias con Stefan Zweig, que en muchos momentos fungió como protector del escritor que comenzaría a ser célebre cuando publicó Job, o La historia de un simple, que en su tirada inicial vendió ocho mil quinientos ejemplares.
Para crear su novela, invirtió durante varios meses diez horas diarias de escritura, con luchas diversas contra varios demonios, como el del alcohol, pero también con el de la enfermedad de su mujer, esquizofrénica, internada en un manicomio. Tal vez por esta situación penosa, uno de los personajes de Job, Miriam, la única hija mujer del protagonista de la obra, enloquece y es recluida en un hospital mental, con un diagnóstico de psicosis degenerativa, en apariencia incurable.
Job, una pequeña obra de menos de doscientas páginas, está basada en el bíblico Libro de Job, y en la tragedia del patriarca, un hombre justo puesto a prueba por Jehová, que le manda enfermedades y desgracias sin cuento. En la novela de Roth, Mendel Singer, un modesto maestro que enseña la Biblia a muchachitos de la aldea de Zuchnow, tiene cuatro hijos. El menor, Menuchim, nace con aparente retraso mental, epiléptico, cabezón, con todos los síntomas de un idiota. Un rabino, al que la madre del chico, Deborah, lo conduce ante su presencia, profetiza que el pelado sanará: “El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte”. Además, presagia que sus ojos serán grandes y profundos y sus oídos musicales. La mamá, por supuesto, pregunta cuándo sanará su hijo y el rabino contesta que dentro de muchos años.
Job es una novela en la que no solo se encuentra una analogía con el personaje bíblico, sino que es una breve saga, narrada en forma cronológica, con algunos flashbacks, en la que se cuenta el peregrinaje de muchos europeos a Estados Unidos, en aquellos flujos migratorios que tenían la intención de “hacer la América”, en búsqueda de otros destinos. Con una referencia a la guerra ruso-japonesa de 1905, en medio de una Rusia dominada por la autocracia zarista, la vida de Mendel y de sus hijos transcurre en medio de penurias y carencias.
El hijo mayor, Jonás, semejante a un oso por su físico descomunal, se enrola en el ejército zarista, a diferencia de su hermano Schemarjah que, según el narrador tiene la astucia del zorro, elude el servicio militar y, en contrapartida, emigra a Estados Unidos. Miriam (el símil animal que se utiliza es la de una gacela), es una chica brincona, que en los trigales y otros campos se acuesta con cosacos, al tiempo que Menuchim, el idiota, solo puede pronunciar una palabra: “mamá” y parece no haber ninguna esperanza de sanación.
En el libro, en el que de un modo misterioso el lector pudiera evocar un aforismo de Teresa de Ávila (“Más lágrimas se derraman por las plegarias atendidas que por las no atendidas”), en la novela, digo, hay que aguardar el aserto que plantea que para el cumplimiento de una bendición se necesita tal vez más tiempo que para el de una maldición. Y en el ínterin, Mendel, Miriam y Deborah, se irán a Nueva York, sin el acompañamiento del retrasado, que se queda en la aldea al cuidado de una pareja vecina que se muda a la casa del maestro.
Y entre tanto, la vida de Mendel frente a su mujer, que cada vez está más triste, pero también más fea y marchita, se torna monótona y sin paisajes. Cuando llegan a Nueva York, hay desde luego un cambio en la vida de los inmigrantes, en una ciudad en ascenso, en construcción, que por momentos en la narración recuerda pasajes de la novela Manhattan Transfer, de John Dos Passos, en la que se van americanizando. La presunta tierra de la libertad y el trabajo cambia la mentalidad de los que allí llegan a descubrir un nuevo mundo, el del capitalismo.
Sin embargo, el estallido de la Gran Guerra, que también va a tocar a los Estados Unidos, cambiará la vida de Mendel y su familia. Schemarjah, que en Estados Unidos toma el nombre de Sam, se alista para defender su nueva patria, precisamente él que había decidido en su aldea natal rehuir el reclutamiento, y marcha al frente de Francia. Y este acontecimiento alterará más la existencia de Deborah y Mendel, como la de Miriam. La tragedia continuará en esa especie de tierra prometida a la que llegaron los Singer atravesando el mar, para instalarse en una ciudad en permanente movimiento y transformación, que huele a gatos y a humedad.
En esta obra, que tiene poesía comprimida, plena de caracterizaciones estupendas de personajes y mentalidades, con aspectos clave de la cultura judía, que en los Estados Unidos toma otras dimensiones, el lector puede hacer un viaje por las ideas de progreso, por el tren, los barcos, las nuevas técnicas y tecnologías, los discos y el gramófono, claves en la transformación de Mendel en momentos de clímax de la novela. Hay asuntos conectados con las investigaciones siquiátricas, con los manicomios, pero también con lo que es un americano, muchas veces idiotizado por “la tierra de Dios” y sus oropeles.
Y en Job se verá que aunque alguien blasfeme, no deja de ser por ello un creyente, alguien que continúa siendo, pese a sus anatemas y maldiciones, un religioso, como es el caso de Mendel. “Los golpes de Dios tienen un sentido oculto. No sabemos por qué se nos castiga”, es una de las reflexiones del viejo maestro que se rebela contra la voluntad divina y advierte que Dios es cruel, un ser que gusta de aniquilar a los débiles. En Mendel hay una especie de culpa permanente, un desasosiego. Se ve como alguien con una vida de insignificancias, como un derrotado.
“Mendel Singer no tiene hijos, no tiene hija, no tiene mujer, no tiene patria, no tiene dinero”, se dice para sí, en medio de otro descubrimiento: el de la soledad, que lo acompaña desde hace tiempos, desde mucho antes de convertirse en un inmigrante, desde los días en que entre él y su mujer había cesado todo placer. “Soy un muerto y estoy vivo”, afirma este hombre al que persigue el fracaso, pero al que esperan, en una aplicación del Deus ex machina, momentos cumbre de una intempestiva felicidad, tras la muerte de Schemarja, de Deborah y la desaparición de Jonás.
El final feliz de la novela, que reproduce el final feliz del Job del Antiguo Testamento, y que en parte no se corresponde con los tratamientos médicos y siquiátricos, ni con los avances de la ciencia, sino con la taumaturgia, conduce a que la profecía rabínica se cumpla. Y en este punto, la razón no da para formular explicaciones. El lector deberá aceptar los hechos como los presenta el novelista y acogerse, si así lo prefiere, a la dicha y la magna dimensión de los milagros.
Joseph Roth, que en los últimos años de su existencia sufrió penurias a lo Job, con pobrezas y otras desgracias, también padeció persecuciones. Los nazis lo “desterraron espiritualmente” y quemaron sus libros en la Brandnacht del 10 de mayo de 1933, año en que además sus obras se prohibieron. Entonces le escribió a su amigo Zweig: “¿Aún no lo ve usted? La palabra ha muerto. Los hombres ladran como perros”. Y antes de que la barbarie se tomara del todo a Europa, el autor de Hotel Savoy y La leyenda del santo bebedor, se quitó la vida.