No. 6.586, Bogotá, Viernes 24 de Enero de 2014
El que la Biblia no tenga ni huella de humor es uno de los hechos más extraordinarios de la literatura.
Alfred North Whitehead
La misa ha terminado
Este es el capítulo 16 de la más
reciente novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal publicada por Unaula,
Universidad Autónoma Latinoamericana.
reciente novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal publicada por Unaula,
Universidad Autónoma Latinoamericana.
Capítulo 16
Hay locas de locas y Martín Ramírez era uno
de ellos. No había cumplido los trece años cuando vio que se le paraba si se
quedaba mirando alguno de sus compañeros de clase. Como era tan feito, se las
ingenió para deleitarlos con lo que él ya sabía hacer y sin temblarle la voz ni
perturbar para nada su perfil, les hacia la propuesta: «¿a vos te
la han chupado?» «Si querés te la chupo y verás lo
rico que pasás. Es mejor que hacerse la paja».
de ellos. No había cumplido los trece años cuando vio que se le paraba si se
quedaba mirando alguno de sus compañeros de clase. Como era tan feito, se las
ingenió para deleitarlos con lo que él ya sabía hacer y sin temblarle la voz ni
perturbar para nada su perfil, les hacia la propuesta: «¿a vos te
la han chupado?» «Si querés te la chupo y verás lo
rico que pasás. Es mejor que hacerse la paja».
Algunos se horrorizaban. Eran demasiado
jóvenes y todavía no se asomaban al sexo. Otros picados por la curiosidad
aceptaban de una, así Martín fuera tan feo que daba hasta asco someterse a sus
caricias. Pero como lo hacía tan bien. Como ni los terneros de la finca
succionaban igual a como él lo lograba, su fama fue creciendo y cuando cumplió
los quince años eran muchos los turnos que debía establecer para satisfacer la
demanda. Como no tenía que desnudarse para hacerlo, y solo bastaba abrirles la
bragueta o bajarse los pantalones, iniciaba su ceremonia fálica en cualquier
parte. En los baños del colegio. En la sala de la casa. Hasta en el salón de
clase llegó a hacerlo con la complicidad de los demás que hacían rueda a su
alrededor esperando que les tocara el turno y que el profesor no se diera
cuenta. Con los días fue convirtiéndose en compañero imprescindible de los
otros alumnos del colegio para ir los fines de semana a la finca o para
llevárselo a las vacaciones. Lo llamaban «la ternera» y cuando los padres de
sus víctimas preguntaban por qué le decían así, todos se habían puesto de
acuerdo para explicar que le llamaban como «la ternera» porque todavía tomaba
tetero pues era tan flaco y tan débil que había que alimentarlo con leche de
tarro.
jóvenes y todavía no se asomaban al sexo. Otros picados por la curiosidad
aceptaban de una, así Martín fuera tan feo que daba hasta asco someterse a sus
caricias. Pero como lo hacía tan bien. Como ni los terneros de la finca
succionaban igual a como él lo lograba, su fama fue creciendo y cuando cumplió
los quince años eran muchos los turnos que debía establecer para satisfacer la
demanda. Como no tenía que desnudarse para hacerlo, y solo bastaba abrirles la
bragueta o bajarse los pantalones, iniciaba su ceremonia fálica en cualquier
parte. En los baños del colegio. En la sala de la casa. Hasta en el salón de
clase llegó a hacerlo con la complicidad de los demás que hacían rueda a su
alrededor esperando que les tocara el turno y que el profesor no se diera
cuenta. Con los días fue convirtiéndose en compañero imprescindible de los
otros alumnos del colegio para ir los fines de semana a la finca o para
llevárselo a las vacaciones. Lo llamaban «la ternera» y cuando los padres de
sus víctimas preguntaban por qué le decían así, todos se habían puesto de
acuerdo para explicar que le llamaban como «la ternera» porque todavía tomaba
tetero pues era tan flaco y tan débil que había que alimentarlo con leche de
tarro.
A un tipo tan devoto del sexo como Martín, su
madre no había logrado inculcarle la religión. Él iba a misa con ella todos los
domingos y la oía hablar en un extraño idioma cuando se santiguaba «credo
in unum deo», pero ni así le causaba curiosidad. Los curas le parecían muy
mirones pero nada del otro mundo como para coquetearles en plena misa. Y los
monaguillos resultaban tan sardinos para sus apetencias, que prefería quedarse
toda la misa contemplando sádicamente las imágenes del viacrucis y
emocionándose hasta el paroxismo imaginando como le quitaban la ropa a Cristo.
Él se sentía rompiéndole las vestiduras, dándole azotes y después recogiéndolo
para limpiarle las heridas y hacer el amor con él. Se imaginaba en su locura
sadomasoquista que Cristo debía tener un pipí circuncidado como todos los
judíos y que como eran tan pinta debía tenerlo grande, blanco y rosadito. Fue
tal la fogosidad que sentía mientras su madre se daba golpes de pecho y
musitaba repetidas veces, «kirie, kirie eleison», que en varias ocasiones, sin
tocarse, solo pensando en estar haciendo el amor con Cristo, imaginándose en
las más excitantes posiciones, sentía que por la punta de su miembro viril se
venían gota a gota las perlas de la felicidad.
madre no había logrado inculcarle la religión. Él iba a misa con ella todos los
domingos y la oía hablar en un extraño idioma cuando se santiguaba «credo
in unum deo», pero ni así le causaba curiosidad. Los curas le parecían muy
mirones pero nada del otro mundo como para coquetearles en plena misa. Y los
monaguillos resultaban tan sardinos para sus apetencias, que prefería quedarse
toda la misa contemplando sádicamente las imágenes del viacrucis y
emocionándose hasta el paroxismo imaginando como le quitaban la ropa a Cristo.
Él se sentía rompiéndole las vestiduras, dándole azotes y después recogiéndolo
para limpiarle las heridas y hacer el amor con él. Se imaginaba en su locura
sadomasoquista que Cristo debía tener un pipí circuncidado como todos los
judíos y que como eran tan pinta debía tenerlo grande, blanco y rosadito. Fue
tal la fogosidad que sentía mientras su madre se daba golpes de pecho y
musitaba repetidas veces, «kirie, kirie eleison», que en varias ocasiones, sin
tocarse, solo pensando en estar haciendo el amor con Cristo, imaginándose en
las más excitantes posiciones, sentía que por la punta de su miembro viril se
venían gota a gota las perlas de la felicidad.
Por supuesto, cuando su madre lo miraba para
medir su piedad y devoción y lo encontraba en éxtasis, aferrado a la baranda de
la banca de la iglesia, mirando el cuadro del viacrucis, con los ojos idos,
como si fueran los de un idiota en trance, ella no podía pensar sino que su
hijo, tan feito, tan langarutico, no estaba muy lejos de la vida monacal y de
ser un sacerdote lleno de fe. Dios la estaba oyendo y según sus deseos, su
hijo, que en la vida normal no habría tenido chance de sobresalir o de ser
admitido por su delgadez extrema, podría encontrar sombrilla eterna estudiando
para cura.
medir su piedad y devoción y lo encontraba en éxtasis, aferrado a la baranda de
la banca de la iglesia, mirando el cuadro del viacrucis, con los ojos idos,
como si fueran los de un idiota en trance, ella no podía pensar sino que su
hijo, tan feito, tan langarutico, no estaba muy lejos de la vida monacal y de
ser un sacerdote lleno de fe. Dios la estaba oyendo y según sus deseos, su
hijo, que en la vida normal no habría tenido chance de sobresalir o de ser
admitido por su delgadez extrema, podría encontrar sombrilla eterna estudiando
para cura.
A Martín ni se le pasaba por la mente las
ventajas que tendría donde se convirtiera en ministro del culto católico. Su
interés seguían siendo los hombres y su ritmo no era el de las oraciones. Su
vida estaba dada por la medida en que se desesperaba buscando a quien
chupársela. Pero como doña Merceditas Urrea no conocía esa parte feroz de su
hijo, y seguía confiando en que con solo llevarlo a la iglesia le despertaría
la vocación, siguió con su rutina lenta pero constante sin saber con cual
demonio del sexo se estaba enfrentando.
ventajas que tendría donde se convirtiera en ministro del culto católico. Su
interés seguían siendo los hombres y su ritmo no era el de las oraciones. Su
vida estaba dada por la medida en que se desesperaba buscando a quien
chupársela. Pero como doña Merceditas Urrea no conocía esa parte feroz de su
hijo, y seguía confiando en que con solo llevarlo a la iglesia le despertaría
la vocación, siguió con su rutina lenta pero constante sin saber con cual
demonio del sexo se estaba enfrentando.