“Ama la guerra en que naciste, ámala, es tuya y nada más”, grafiti en una calle de Bogotá.
“La venganza es un plato que es mejor servirlo frío”, Tzun Tzu.
Para el verdadero Don Marquitos, por compartirme las llamas de su hoguera.
Por: Jimmy Arias / Montreal
¡Blam!
El campero baja raudo la carretera estrecha y polvorienta. Acelero a fondo. Sé muy bien que no me puedo dar el lujo de parar en ningún momento. Si se me atraviesa una vaca, un tronco o un cristiano, solo voy a cerrar los ojos y a acelerar. Para eso le hice poner en el pueblo este ‘Mataburros’ gigante. Son casi las seis de la tarde y el sol se oculta redondo y rojo en el horizonte. Rojo sangre, se me ocurre. Le subo el volumen a la radio, para contragolpear el miedo y la soledad de estos parajes, y El Charrito Negro revienta en los parlantes del carro. Uriel, a mi lado, entona la letra de la canción, a pedazos, porque no se la sabe, y rellena los vacíos con un jmmm jmmm jmmm.
Me da risa. Me gusta esa maña de Uriel. Se la conozco desde que era apenas un crío que se escondía detrás de las piernas de su papá cuando yo le estiraba la mano para saludarlo. Desde hace un mes ‘El mocoso’, como me gusta llamarlo de cariño, se volvió mi sombra. “Tranquila doña Ofelita que yo le cuido al viejo, primero me matan a mí”, dijo, cuando nos enteramos de que la guerrilla me había declarado ‘objetivo militar’ porque me cansé de pagarles sus ‘contribuciones a la causa’. Y ahora se les había ocurrido que les cediera un pedazo de tierra… de ‘MI’ tierra, la que labraron, cultivaron y engrandecieron tres generaciones de paisas antes de mí. ¡Faltaba más! ¡Qué tal los hijueputas!
Y aquí estamos con El Mocoso, cagados del susto, pero dispuestos a quemarle el culo hasta al mismo Satanás si se nos aparece. Claro que solo de berraquera no se sobrevive en Colombia, y como dijo mi abuela, “es mejor la seguridad que la Policía”. Por eso, también cargo mi tote, una carabina automática que me vendió un capitán del Ejército, y un revólver 38, que es el que ahora lleva Urielito. Por consejo de mi mujer, ya no salgo con mis amigos ni para jugar dominó los viernes por la noche. Si hasta dejé el trago, para estar siempre listo, con los cinco sentidos aguzados por si cualquier cosa.
El paisaje a través del parabrisas me devuelve a este ocaso tibio y pegajoso de las montañas de Risaralda. Llegamos a un tramo de la vía lleno de huecos y bajo la velocidad, para no arriesgarme a que se me reviente una llanta o a volcarme con el campero. Una garza surca el horizonte con vuelo perezoso, y el canto de las ranas saluda la nube de polvo de mi Nissan verde oscuro.
De repente, el Charrito Negro deja de lamentarse por la cabaretera que lo traicionó, y el radio escupe el CD de un solo golpe. Me agacho un poco para volverlo a meter y, detrás de mí, explota un ¡BLAM!, seguido por una descarga húmeda y caliente que me empapa por completo, como si una fruta podrida acabara de explotar dentro del carro. Pero no freno, al contrario, acelero a fondo y, algunos metros después, me volteo para corroborar que el disparo que nos acaban de hacer desde un matorral le dio a Uriel, de lleno en la cara.
Borrego a medio morir
”¿Otra vez pensando en Colombia?”
“No”
“No me digas mentiras, estás otra vez pensando en La Adelaida”
“Que no, no estoy pensando en nada”
“Cómo no… Si ya te conozco la cara de borrego a medio morir”
“No insistas, no estoy pensando, punto. Estoy recordando, que es distinto”
“¿Y para qué? ¿Para que te empecinas en los recuerdos? Tu mismo dijiste que una vez puesto un solo pie en Canadá, eras otra persona”.
“Pero yo no soy de palo mujer. Me duele todo esto y a ti también… no te hagas la dura”.
“Pues claro que me duele, Marcos, pero de dolor en dolor no nos la podemos pasar lo que nos queda de vida. Esta es otra oportunidad que Dios nos regaló, un segundo tiempo en este partido…, bueno o malo, pero otra oportunidad… Por eso tienes que ayudarme… Ven. Más bien acompáñame a alistar las cosas, que Juancho nos está esperando”.
“Es que hay vainas que me recorren la cabeza como una mosca suelta”
“Si tienen qué ver con Colombia, no, gracias, qué pereza, no quiero saber. Anda, alístate que nos vamos, viejo terco”.
“Si quieres ve sola…”
“Hombre, Marcos, no me vengas con esas pendejadas. No le vamos a quedar mal a Juancho, y acuérdate que Pipe te espera para que le ayudes a armar el barco ese que le compraste…”
“Tienes razón. Me baño y nos vamos, pues. Pero primero échale un ojo a la Meteo a ver qué frío está haciendo”.
“No seas pendejo Marcos, hace frío y ya, el mismo que hace todos los días la mitad del año en este país. Abrigo, botas, gorro, bufanda, ya todo te lo tengo listo. -5, -10 o -20, qué más da”.
“Como quien dice, de esta no me escapo”
“No, señor”.
Cordón umbilical
En las primeras semanas de mi llegada a Montreal, la conserje de mi edificio vino cuatro veces en la madrugada a despertarme. Mis ronquidos de “hipopótamo con laringitis” (así me dijo ella, en su francés gangoso e ininteligible del norte de Quebec) no dejaban dormir a los vecinos. ¡Si hasta la señora del 404 me dejó en la puerta una botella de pastillas para no roncar! No obstante, y digan lo que digan los quebecos, la única que jamás se despierta con mis ronquidos es mi mujer.
Ofelia es como si nada, feliz en la jaula del hipopótamo. Eso sí, siempre sabe cuándo tengo pesadillas, y me agarra por la pijama y me sacude hasta que me despierto. Como cuando mataron a Uriel. La misma que se me ha repetido el último mes, casi todas las noches. Siempre igual, la misma música, el mismo paisaje, los mismos colores, el mismo olor a limonaria de la tierra caliente, y el mismo ‘blam!’ seco con el que se despacharon al Mocoso, que apenas tenía 22 años. Pobrecito, ¿para qué diablos tuve que agacharme? Yo que ya he hecho y deshecho con mi vida… yo era el que se merecía ese tiro. Yo ya viejo y recorrido, él, empezando a vivir. Ni se habrá dado cuenta de lo que le pasó. Hasta alma en pena será todavía, rondando por los recovecos de la carretera donde nos dispararon.
Fueron tres los enviones que me hicieron. El del Mocoso fue el segundo, porque dos años antes, cuando comenzaron a extorsionarme, me lanzaron una granada al billar donde jugaba con unos amigos. De lejos vi la bola redonda, como una naranja, que entraba por la puerta, despacio, inocente, como si más bien la hubiera lanzado un niño jugando a los ponchados.
Menos mal yo estaba en el rincón más alejado del billar, a punto de irme al orinal. Por eso apenas me alcanzaron algunas esquirlas en la cara y en un brazo, pero los que no se salvaron fueron mi compadre Nicolás y el perro de Chepe, el administrador del billar.
Y como a los dos días, el mensaje de Vaticano, comandante del frente guerrillero de la región: “que mire don Marcos, que si no nos consigna 20 millones de pesos a tal cuenta, la próxima vez la granada no le va a caer en el billar sino en la sala de la casa o en el salón del colegio donde estudia su hijo”.
Y entonces, comience a trabajar el doble y el triple para pagarles, y a buscar la manera de que al menos el hijo se salve, mandándolo a vivir bien lejos del infierno, pretendiendo, ciegamente, que el infierno tenga fronteras o que en el cielo acepten visas y pasaportes.
A pesar de todo, a veces pienso que hubiera sido mucho más fácil que me mataran y ya. Porque no tendría que seguir cargando el fardo de la pena, de los muertos, de los malos recuerdos. Y ahora, el de la maldita diáspora, de ser parido en un país extraño y tener que habitar un mundo que no es el mío, que otros hicieron más blanco, más plano, más triste. Eso es un inmigrante: un bebé recién nacido en medio de la nada, con el cordón umbilical pegado, para siempre, al fantasma de un país.
Peces del olvido
Para mí, la desgracia huele a quemado, a carne quemada, a ropa quemada, a madera quemada, a hierba y a fruta quemadas. A presente y a futuro en llamas. Y si tuviera que ponerle música, la sinfonía sería de rechinidos, chisporroteos, tableteos, explosiones y gemidos espantados y adoloridos de animales también ardiendo. ¿Por qué tenían que quemar vivos a mis animales? ¿No les bastaba con ensañarse con nosotros?
¿Y qué tal que alguno de los peones no haya alcanzado a salir de las barracas? Esos lamentos de dolor, ese olor a carne quemada… podrían ser de Gustavo, el amansador; o de Flavio, el jornalero nuevo…
Quisiera saltar a la candela también, pero Ofelia está prendida de mi brazo, tiritando de miedo. En sus ojos brillan las llamaradas que consumen nuestros últimos 30 años de trabajo y constancia, de fe en esta tierra maldita, abonada con pólvora y sangre. No la puedo dejar sola. Para qué agregarle más penuria al drama… más combustible a esta hoguera.
Por eso, me conformo con que ruede una sola lágrima muda por mi mejilla, que Ofelia no verá. Tampoco sabrá que hoy, acurrucado, agazapado entre la maleza, como alimaña de monte perseguida por el depredador, me quebré en pedazos y le vendí mi alma al diablo de la desesperanza, viendo cómo achicharran nuestras vidas hasta el último ladrillo.
Bueno, si es que el diablo existe, porque, ahora que lo pienso, si existiera, en nuestro país ya lo habrían matado a machetazos o ráfagas de ametralladora desde el parrillero de una moto, o ya lo hubieran secuestrado, descuartizado y arrojado sus despojos a un río, para que se lo comieran los caimanes y los peces del olvido, de ese negro olvido, gordo e insaciable, triturador de destinos, en que se nos transformó la patria.
La mala hierba
Sir… Robert… L… Borden, primer ministro de Canadá, de 1911 a 1920. Viejo bigotón y pendejo, canoso y aburrido como toda esta raza desabrida. Si no fuera por los inmigrantes, que somos los que le ponemos el sabor a esta sopa étnica, ¡¡¡no me quiero imaginar el cementerio de aburrimiento!!! Nosotros somos como el aderezo principal que escupe el Tercer Mundo en esta licuadora étnica y profesional. Solo basta pararse en la esquina de Cote de Neiges con Van Horne, a ver cuántos idiomas se oyen en menos de diez minutos.
El turbante, la kipa, el sari, el filipino, el indio, el turco, el ruso, el chino, el colombiano, si hasta vértigo da montarse en un bus o en un vagón del metro de Montreal. Como que algo así debió sentir el primer cristiano de la Biblia enfrentado a los horrores de la Torre de Babel.
Lo cierto es que con la cara del viejo Robert ese, estampada en un billete de cien dólares, fue con lo único que llegué a este país, la madrugada del 6 de abril del 2004. Ese papelito colorado era lo único que traíamos en los bolsillos mi mujer y yo.
¡Después de mantener más de 20 millones de pesos en mi cuenta de ahorros! Ese era otro hombre. Sí señor, otro Marcos Augusto Arango Ospina, viejo bonachón y botarate de la hacienda La Adelaida, que decía que donde comían dos comían tres, y que mantenía hasta al perro del vecino porque le daba pesar. El mismo viejo barrigón de los caballos de paso y los ríos de whisky en las fiestas del pueblo, el de las camionetas último modelo, y de la hacienda hermosa de praderas interminables y ganado incontable.
Luego de la muerte de Uriel, todo el mundo me decía que me fuera. “Marcos, vete, no insistas más” “Marcos, no vale la pena que seas tan terco” “Mira Marcos, hazlo por Juancho y tu mujer” “Mira Marcos…”. Pero así como tantos hombres de campo antes que yo, no me resignaba, ciego, tonto, a dejar mí parcela. Mi amada tierra, en la que yo también había crecido como el palo de mango, como el maizal, como el naranjo, como el piñal o las matas de café que, con tanto esmero, mi Ofelia cuidaba cada temporada para darnos, todas las mañanas del año, café cultivado con sus propias manos. Y a nosotros también, cual mala hierba, nos habían arrancado de nuestra tierra.
Y así fue como los ojos carmelitos, torcidos y acartonados de don Robert miraban ahora hacia mi futuro, en el que ni un solo peso o dólar volvería a acumularse en mis cuentas de banco, porque ahora prefiero gastármelos, comérmelos, bebérmelos de un solo trago con mi mujer, o limpiarme el culo con ellos, antes que dejarlos para que los disfrute cualquier hijueputa aparecido.
Estómagos en el exilio
“Uy, Don Marquitos, ¿y esa pinta?”
“Cuál pinta…”
“Pues mucho abrigo negro y gafas de sol… ¡¡¡y ahora bigote!!!”
“Pues con este frío Matilde, ¿cómo quieres que me vista?”
“Ahora nada más falta que le mande poner oro y esmeraldas al toro ese de su bastón, jajajaja”
“¿Me estás llamando traqueto o qué? Mira que por menos les he volado los dientes a varios fulanos, así que no te me hagas la chistosa”
“Uy, no se me alebreste Don Marquitos que yo no más le estaba alabando el nuevo look”
“No me jodas Matilde, que a estas alturas de mi vida me siento con libertad de hacer lo que me venga en gana. Mira ¿más bien por qué no me traes la carta?”
“Cuál carta Don Marquitos, si le tenemos lo que a usted le gusta…”
“No me digas que hicieron mondongo… por tu culpa es que estoy así. Acabo de ir al médico y subí 5 kilos. ¡Estoy en 110!”
“Entonces mejor le traigo una ensalada, no vaya y sea que se muera y su mujer venga a cobrármelo por bueno”
“Ni se te ocurra, de aquí no me voy sin un buen platado de mondongo. Y otro para llevar, por favor… y con arrocito y aguacate, ah… y una Colombiana bien fría, pero de la light, jajajaja”.
“Si porque si sigue así, con esa barriga no lo van a dejar volver a jugar con Los Rodillones de île de Soeurs”
“Yo solo les tapé dos partidos. Usted sabe Matilde como son esos colombianos, solo se juntan es para tomar cerveza y arreglar el país, pero de lejitos”
“Y luego eso no es lo mismo que usted hace, pues…”
“Mira Matilde, por uno lado, yo no intento arreglar lo que no tiene arreglo. Segundo, yo llegué aquí porque nos sacaron a plomo limpio, y tercero, nunca volví a esos partidos de fútbol porqué, además, esa gente se da muy duro. Acuérdate que el año pasado le rompieron una pierna a mi hijo. Si hasta casi lo dejan caminando como el papá”
“Jajajaja, este Don Marquitos…”
“Oye Matilde ¿y cambiando de tema, hacia cosas realmente importantes, nunca me has contado cómo es que haces para conseguir la chunchulla para el mondongo?”
“Pues en la plaza de mercado de Jean Talon, allá hay de todo. Yo se la encargo a un carnicero. Todos los jueves matan y él me guarda vísceras. Usted sabe que a este gente no le gustan mucho”.
“Hombre Matilde, eres un ángel, qué sería de los estómagos de los compatriotas en el exilio sin ti. Nos moriríamos de hambre a punta de papas fritas mantecosas y hamburguesas».
Los de acá
“Papá, ¿llamaste a Vicky?”
“No, todavía no”.
“Llámala, que ella te tiene un dato de una gente que hay que transportar hasta Sherbrooke. Es un contratico como de dos meses, todos los días, de lunes a viernes”.
“Hombre, Juancho, gracias, pero es que ese trabajo de conductor ya sabes que me jode los riñones”
“Sí pero algo es algo ¿o es que prefieres partirte el lomo en una fábrica de muebles otra vez? ¿o irte a contar los postes de Hydroquebec a -20 grados por todo Montreal, como te tocó la otra vez?”
“Ninguno de los dos, yo quiero es como montar mi propio negocio, estoy buscándome un socio con unos 20 mil dólares”
“¿Y pa’ qué tanto?”
“Pa’ un depanneur o algo así, un supermercado de barrio, pero estuve averiguando y no es tan barato como uno cree…”
“Si quieres, yo le puedo decir a mi suegro…”
“No, gracias mijo, pero quiero a alguien de los míos. No confío en la gente de por acá, son todos unos hipócritas. Por fuera te hacen la risita, pero apenas les das la espalda te clavan el puñal. Además ese viejo marica me cae mal”
“Otra vez con ese cuento… Si no te gustan los de acá, ¿qué haces acá?”
“Tú sabes muy bien, sobrevivir, como todos”.
“Mira papá, si sigues con la comparación con lo que tenías y ya no, y con los prejuicios, te jodiste. Además, acuérdate Pipe, tu nieto, nació aquí, él no es de allá, es de aquí y hasta tiene sangre de los de aquí”.
“No seas pendejo Juancho… eso es muy distinto… además, Pipe también tiene sangre colombiana en las venas”
“Ay papá ¿no te cansas de hablar tanta mierda?
“Tienes razón. Te propongo algo, déjame buscar el socio por mi lado y si no lo consigo, pues hablamos con Jean Pierre ¿te parece?”
“Lo que quieras papá, pero mira que a veces logras sacarnos de quicio, pobrecita mi mamá. Y a propósito, ¿por qué no le dices que te consiga puesto donde ella trabaja?”
“Hombre, cómo se te ocurre. Si para eso uno tiene que tener encarnadura de mártir y de culebrero. Mejor dicho, Ofelita se metió a trabajar en ese Call Center porque la necesidad tiene cara de perro… Pero yo no sirvo pa’eso, para estar convenciendo a gente que compre pendejas, y menos pendejadas que ni existen…”
“¿Como así, de qué hablas, luego no trabajaba con una cosa de la Cruz Roja?”
“Pues sí y no… Porque parece que la vaina es una cadena de estafas de la mafia italiana de aquí, en México, Puerto Rico, California y Florida. Por eso es que solo contratan gente que hable español. Ella que es toda curiosa se metió a Internet y eso fue lo que le salió con el nombre de la tal compañía para la que trabaja y lo que venden”.
“No entiendo nada papá, y cómo es que mi mamá sigue trabajando en eso…?”
“Ya te dije que por necesidad, porque con mi seguro de desempleo no nos alcanza para nada”.
“Y por qué no me habían dicho…”
“Pues porque tienes la fábrica de problemas colmada y no te vamos a endilgar más. Tu sabes que yo solo se trabajar, y mientras me pueda sostener en pie, me ganaré el pan con el sudor de mi frente. O en este caso, con el de mis nalgas, porque hoy mismo llamo a la tal Vicky, para que no te preocupes más”.
La resurrección de los muertos
“A ver, espérame que esta vaina está como dañada. Sí, ahora sí. Sí, ya los recogí, vamos para la empresa… estamos por el centro de Sherbrooke, en Acadie con… algo…, ah no… por ahí en unos 15 minutos estamos allá… sí… siete personas llevo… listo pues, ta’ luego”.
“Bueno don Marquitos, con que lleguemos para el almuerzo está bien”
“Tranquilo hombre, Salpicón, lo que pasa es que no conozco bien esta zona y como por acá todas las casas y los barrios son iguales, pues peor. Y con estas toneladas de nieve uno se pierde facilito”.
“¿Y la señora cómo está?”
“Pues muy bien, trabajando para mantenerme, como debe ser, jajajaja”
“Eso esta bien, además usted a esa edad está es para que se pensione”.
“Yo hace rato me pensioné, desde que llegué aquí, mejor dicho…”
“Claro, sabroso… Don Marquitos y ¿por qué paramos? ¿Ya llegamos cierto?”
“Cállese Salpicón, déjeme, espérese… un fantasma, Salpicón, acabo de ver un fantasma. ¡Perdón me les desvío un poquito!”
“¿Don Marquitos, ¿cómo así?”…El tipo del abrigo marrón cruza muy tranquilo la calle, sin afán. Lleva cargando una bolsa plástica del mercado, gafas de marco grueso y vidrios como de culo de botella y el pelo peinado hacia atrás, cogido en una cola de caballo, con la que casi me despista.
Pero sus rasgos aindiados, la nariz afilada y la cicatriz angulosa en uno de los pómulos son inconfundibles. Acelero un poco la camioneta, para asegurarme de que es él, pero no tanto como para que se dé cuenta de que lo sigo.
Luego acelero del todo, lo paso y freno, para verlo por el retrovisor. Ahí viene, calmado, pati’zambo como siempre, balanceando la bolsa y silbando lo que le debe sonar en los audífonos que lleva en las orejas. Un turista. ¡El muy hijo de la gran puta se cree un turista! Pasa cerca de mi carro y sigue de largo, absorto en sus pensamientos, relajado, fresco, como cualquier hijo de vecino, como el que no le debe nada a nadie. Soltando oleadas de vapor con su aliento de sabandija.
Sí, como cualquier canadiense acostumbrado a no temerle a nada porque en sus calles y esquinas no hay nada miedoso. Y su silbido de culebra me devuelve en el tiempo, más exactamente a La Adelaida, a la noche del 15 de febrero del 2003.
Entonces, también yo lo escrutaba con la mirada, pero agazapado entre unos matorrales, en calzoncillos, tapándole la boca a mi mujer para que los asesinos no oyeran su llanto. Este mismo tipejo entonces vestía uniforme militar y boina roja de medio lado. Fumaba un tabaco de marihuana largo y grueso e impartía órdenes a diestra y siniestra. “¡Rastrojo, más gasolina para esta mierda. Hay que quemarlo todo, y sigan buscando que ese viejo hijueputa tiene que estar en algún lado”. Iba yo a olvidarlo… ¡si hasta trabajó en mis tierras como jornalero!
Y tras ese relámpago doloroso de memoria, los ojos me quedan vidriosos, muy abiertos, como canicas, no me atrevo ni a pestañear, viendo cómo se pierde en la distancia la figura esmirriada de Vaticano.
Con que era cierto aquello de “la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” que aseguraban en misa.
El celular vibra inoportuno en mi cadera, pero no lo contesto. Ni siquiera se me ocurre mirar quién llama. Solo embrago y hundo el pie en el acelerador. Lógica en medio de la locura. Por que si no ¿qué más puede ser esto? Tarde o temprano habría de volverme loco. Tanto tropel emocional, tanto dolor, tantos recuerdos, tanta rabia se fundieron en un solo trombo que me bloqueó la entendedera. Y así quedé, viendo fantasmas, demonios, diablos por todos lados, incluso aquí, en una calle cualquiera perdida del mundo, de un país que nunca está ni en las noticias.
Alguna vez leí que los locos nunca están locos, sino que, para escapar de algo o alguien, solo se inventan un mundo alterno tan perfecto, que acaba por sorbérselos y nunca más regresan. Entonces, eso es, me enloquecí y ahora voy a terminar, mínimo, botándomele al metro o asfixiándome con el humo del escape del carro, en el garaje, como también suelen matarse por aquí.
Pero mi pie derecho es más cuerdo que el resto de mí mismo, y decide, con el acelerador, recobrar la distancia que me separa de la figura ya lejana de Vaticano.
Y ahí sigue, con su balanceo parroquial, de ciudadano del mundo. ¿Y si le hablo y despejo las dudas? ¿Y si no es él? O peor aún ¿Y si es él? ¿Y si con dudas o sin ellas más bien espero a que vaya a cruzar la calle y le echo la camioneta encima? “Muerto el perro, se acabó la sarna”, decía mi abuela. Pero no, impera la inercia del miedo, disfrazado de prudencia, y lo sigo hasta el que parece el edificio de apartamentos donde vive. Pone la bolsa en el suelo, saca las llaves de un bolsillo de su abrigo con la misma mano, y abre una puerta de metal, negra y pesada, detrás de la que desaparece.
Naves ardiendo
“Aló, Carlos Mario. Hombre ¿cómo estás?”
“Bien Marcos ¿y tú?”
“Bien hombre, llevándola con paciencia”
“Hombre, después que hablamos me puse de una a averiguar el dato ese que me pediste”
“Ajá, ¿y…?”
“Efectivamente, el hombre salió del país hace un año, como refugiado político. Dicen que se entregó en el batallón de Salamina, de la Cuarta Brigada, y que a cambio de armas e información le condonaron un pedazo de la pena por rebelión, que fue lo único que le pudieron probar. Dicen que después de eso lo metieron en el programa de protección de testigos, que lo mandó fuera del país”.
“Y me lo mandaron para acá, qué belleza”.
“Lo último que supe fue que lo metieron con identidad falsa entre un grupo de refugiados de verdad”.
“Y no me extraña que así haya sido, porque el gobierno de este país se cree socialista-comunista o no sé qué y le abre las puertas a todo el mundo. Es que por aquí todos se creen o el Che Guevara o Indiana Jones”.
“¿Y qué piensas hacer?”
“Hombre Carlos Mario, esa es la pregunta del millón. Él y yo tenemos mucho pendiente y no puede, por lo menos no conmigo, venir a dárselas, de buenas a primeras, de víctima. Yo, ese cuentico de “perdón y el olvido”, no me lo trago”.
“Marcos, mira, solo acuérdate de que ya no estás en tu país, que allá las cosas son muy distintas, no te vayas a meter en un lío”.
“Pero por algo el destino me lo pondría en frente otra vez. Solo quiero saber para qué, porque desde hace rato le tengo ganas, lo que pasa es que en ese entonces me faltaron pantalones para haberle mochado la cabeza a la culebra antes de que fuera demasiado tarde”.
“¿Viste? Yo te lo dije. Yo te advertí que era mejor que te unieras a nosotros y no que te quedaras como una rueda suelta por ahí, dándoles papaya a esos ratas”
“No me vengas con maricadas Carlos Mario, que ustedes por muy unidos y organizados que dizque estaban, tampoco pudieron con ellos, y terminaron cometiendo más barbaridades que el mismo Vaticano”
“Claro que sí pudimos. ¿O es que crees que el güevón ese se entregó porque decidió volverse bueno de la noche a la mañana? No señor, lo teníamos jodido, a tiro de as. La presión lo hizo salir corriendo e hizo la fácil. Porque ya lo teníamos acorralado como alimaña de monte. Lo pillamos haciéndole visita conyugal a una moza que tenía por los lados del Distrito de Aguablanca, en Cali, y tenga. Me cuentan que le alcanzamos a meter un pepazo en la espalda o en un brazo”.
”Lo que menos quisiera es seguirle poniendo más leña a este fuego, hombre, Carlos Mario. Pero si hay algo que me emberraca en esta vida es la injusticia. Y que esta joyita esté viviendo aquí a sus anchas, esa sí que es la gota que derramó el vaso. Pero, si me veo corto de ideas o de ganas, te aviso”.
“Mira Marquitos, tu y yo nos conocemos desde que éramos chiquitos y sabes que tienes mi apoyo así sea en la distancia, y pa’ las que sea. Y si te pueden las ganas de la revancha y te lo echas, como debe ser, pues te vienes pa’ acá y algo nos inventamos”.
“Gracias hombre, pero, como dicen, cuando salí de Colombia quemé todas mis naves. Yo, allá, no tengo ya nada más que hacer. Ni morirme siquiera”.
La guadaña
Ahí viene otra vez. Las mismas gafas, la misma cola de caballo cogida con el mismo cauchito rojo, el mismo abrigo y el mismo caminado pati’zambo. Lo mejor de todo es que gracias a mis kilos de más, a mi bigote, y a mis gafas de sol, Vaticano no me reconoce. Igual, no creo que le alcance la memoria de tanta gente que habrá pasado por sus garras. Una cara más, una mueca de dolor menos. Un muerto más un muerto menos, qué le va a importar.
Ni idea tiene de que la pata coja de la justicia ya le está caminando muy cerca, que ya le resopla en la nuca, que Dios puso en mis manos la guadaña de la ecuanimidad para quitarle sus lances de ciudadano del mundo, inmaculado y limpio de culpa. Le llegó la hora, igualito a como él cortó de raíz tantos destinos, de gente humilde y trabajadora, cuyo único pecado era haber nacido en medio del fuego cruzado de dos bandos de monstruos uniformados.
Eso, acércate más, mira tranquilo, pasa de largo, te apuesto a que no reconoces esta Buick 2000 plateada. Y mucho menos, al viejo gordo que la maneja… Claro, no te importa, estás en el Séptimo Cielo.
Eso, camina seguro, con la misma gracia de un mico de feria, con el poco garbo que te deja tu figura contrahecha e insulsa. Aquí te tengo algo guardado, un obsequio, recuerdo de los viejos tiempos, de aquella noche en que redujiste nuestras vidas a nada más que cenizas, que ahora arremolina este viento paradójico del destino.
Y así, despacio, casual, te veo pasar por mi lado y en mí ya no hay angustia, ni miedo, ni dolor, solo una ira contenida y fundida en una gorda y dura piedra de odio y resentimiento, que tengo atravesada en el pecho, y que gravita con una frialdad increíble, esperando el momento oportuno para aplastar tu cráneo de mierda.
Quizá hoy en la tarde cuando salgas de tu clase de francés, o mañana en la mañana, cuando estés esperando el metro para ir al gimnasio, alguien te empuje a sus vías. O de pronto el sábado te aplaste un carro, cuando salgas del Banco Desjardins, al que vas religiosamente cada semana a recoger la plata sucia que te giran tus compinches desde las montañas de Colombia.
Loro viejo
”Que no Juancho, que no insistas hombre. Tú, mejor que nadie, debieras saber todo lo que sufrí para medio aprender francés y ahora quieres que vuelva a comenzar de ceros para aprender inglés… estás loco”
“Papá, hombre, no seas tan testarudo. No puedo dejar pasar esta oportunidad en Toronto, es única, y no quiero irme de Montreal dejándolos a ustedes a sabiendas de que están mal y necesitan mi ayuda….”
“Nosotros somos lo de menos, ya estamos viejos y resabiados. Mas bien ponte a pensar si estás seguro de botar a la caneca todo lo que has construido aquí solo porque un señor que acabas de conocer te pintó pajaritos en el aire, como dice la canción”
“Cuál ‘pajaritos en el aire’, es un tipo serio, me dio su tarjeta y hasta lo llamé a la oficina, es un ejecutivo de la Siemens, ya te dije, y vio mi hoja de vida y dijo que de una que me fuera para allá, que ni siquiera me preocupara por el trasteo, que la empresa me pagaba todo… Y además dejar qué en Montreal, trabajos de mierda, años de partirme la espalda con trabajos mediocres por un puñado de dólares que no me alcanzan ni para pagar las cuentas? Si lo dejé todo en Colombia por venirme para acá, por qué no voy a dejar nada en Montreal por irme a buscar todo en Toronto?”.
“Mira Juancho, yo solo me preocupo por ti y tu familia, aunque sé que ya eres un hombre hecho y derecho, y tomas tus propias decisiones. Lo que no puedo hacer es unirme a tu aventura, porque loro viejo no aprende a hablar…. Y menos un tercer idioma después de haberse partido hasta las encías tratando de medio balbucear un segundo. Así que solo me resta desearte suerte”.
“Viejo, igual me va a tomar unos días preparar toda la logística del trasteo. No quiero que me digas nada ya mismo, solo piénsalo, coméntale a mi mamá si quieres y luego hablamos. Yo me comprometo a que allá no les falte nada. Además, acuérdate que solo es cuestión de tiempo para que le demos un hermanito a Pipe y vamos a necesitar mucha ayuda. Piénsalo”.
El ogro de los sueños
Sobre las siete y media de la tarde, la puerta del 202 se abre de par en par. No rechina. Cosa curiosa, porque es de madera muy vieja y pesada, pero no suelta ni un solo crujido al abrirse. Es miércoles, día en el que Vaticano hace, como siempre, su mercado semanal en la Tienda Latina de la Rue Saint Laurent. Plátano maduro, papas criollas, bocadillo veleño, Chocorramos, Manzana Postobón… retazos de colombianidad que perseguimos los cerca de 30 mil compatriotas de esta ciudad, para tener el placer de que la patria se nos derrita en la boca.
Lleva el mismo abrigo deprimente, se encorva un poco para meterse las llaves de nuevo en el bolsillo de adelante del pantalón y, cuando está a punto de recoger del piso la bolsa con las compras, le suelto un seco garrotazo en la base del cráneo.
Y así no más, sin chistar, gritar o gemir, se desploma. ¿Con que eso era todo? ¡Qué fácil! Si pudiera, si la pierna quemada y atrofiada me lo permitiera, ¡saltaría de gozo!
Antes de que aparezca algún vecino chismoso, levanto la bolsa del mercado y lo jalo hacia adentro. Luego, cierro la puerta. Que comience la fiesta.
Le toco el cuello y el pulso sigue allí. No soy tan de buenas, siempre sí me va a tocar rematarlo.
No estoy seguro si por la adrenalina o por la pestilencia de adentro, doy una arcada. Así que tengo que sentarme en un sofá verde descolorido para recomponerme. Como siempre que estoy nervioso, recorro con los dedos la cabeza de toro de mi bastón, regalo de mi mujer meses después de la quemazón de La Adelaida. Siempre le reproché que lo hubiera mandado hacer con una agarradera tan grande y burda, pero según ella, como mis manos son “de bestia”… Guayacán puro, especialmente concebido por la Madre Naturaleza para resistir temporales, sostener viejos testarudos y partir cráneos de hijueputas.
El tipo vive solo, según lo pude corroborar durante el mes que llevo siguiéndolo por todo Montreal. Juega ajedrez los martes en un club del centro, visita la biblioteca los jueves en la mañana, y almuerza, invariablemente, en la misma pupusería salvadoreña de siempre. Supongo que evita los restaurantes colombianos para no correr el riesgo de que le pase lo que le acaba de pasar. O bueno, evitaba, porque ‘hasta aquí te trajo el río’, estimado Vaticano.
Cuantas noches en vela planeando este momento, cuantas ideas alocadas saboreando por adelantado la dulce venganza. Ahora bien, después de mucho discutirlo con la almohada y con el techo de mi alcoba, las mejores vías para despachármelo, sin tanto problema, a saber, son: estrangularlo con el cable de la plancha, los cordones de sus zapatos o lo que tenga a mano; asfixiarlo con una bolsa plástica, acabarlo a golpes de bastón, o echarle candela a su pinche apartamento. Pero, a decir verdad, las dos últimas pueden resultar complicadas, por los regueros y las posibilidades de que lo salven los bomberos o de que se queme todo el edificio. ¿Más víctimas inocentes a su nombre? No, gracias.
Lo primero, tal como lo imaginé, es inmovilizarlo. Con su cinturón bastará, y procedo a quitárselo rápidamente. Pero cuando estoy a punto de darle la vuelta para amarrarlo, me quedo con uno de sus brazos en la mano. Salto hacia atrás y lanzo la prótesis al centro de la sala. Con que sí lograron alcanzarlo los plomazos de Carlos Mario y sus secuaces…
Ya, más tranquilo, la levanto y hasta la toco: fría, viscosa, fofa y amarillenta. Sin embargo, muy parecida a una real. Seguro se la pusieron médicos canadienses, pobrecito el refugiado. Ahora, repuesto del susto, decido amarrarlo del brazo que le queda a una de las patas del sofá. Y como vi hacer en una película, le quito una media y se la meto en la boca, en caso de que se despierte de repente dando alaridos.
¿Será que tiene armas encaletadas, plata, droga? Mínimo una pistola automática y algunas bolsas de coca. “Ojo, mucho cuidado Marcos, que esa gente está acostumbrada a dormir con un ojo abierto y otro cerrado, y un machete debajo de la almohada”, me había advertido Carlos Mario.
Entonces, decido echarle un vistazo a la madriguera del monstruo. Respiro mejor la mezcolanza podrida del ambiente: champú, fríjoles recalentados, sudor y pedos acumulados a causa de las ventanas largamente cerradas por el invierno. Camino por el pasillo hasta su habitación. Cojeo más que nunca, porque las piernas me pesan, cargadas tal vez con el fardo de nuevas culpas y viejas pesadillas.
Pedazos de pizza fría en una caja, una torre de loza sucia en el lavaplatos y, en su alcoba, la cama destendida, por supuesto, y ropa botada por todos lados. En una improvisada mesa de noche, levantada con ladrillos y listones de madera, tiene su altar personal: una imagen de la Virgen del Carmen y otra de San Judas Tadeo, y en medio, una foto ajada y amarillenta de una niña de unos 6 o 7 años. Es una de esas fotos típicas de escuela primaria, con el esfero en la mano, sonrisa y bandera de Colombia detrás. A su lado hay otra más, de una mujer joven, regordeta y muy sonriente, con los brazos haciendo jarra en lo que parece la soleada plazoleta de un pueblo de Tierra Caliente. En una esquina, en letra pegada, se lee: “Para que te dé calorcito en ese frío tan horrible, XOXOXOXO”.
Nunca se me ocurrió que estas bestias pudieran tener algún atisbo de sentimientos, como cualquiera de nosotros. Jamás pensé que les quedara algo de humanidad.
El instinto de conservación me obliga a mirar hacia la sala, pero Vaticano apenas respira pesadamente, quizá a causa de la media. Abro cajones, saco y revuelco chucherías y lo único raro que encuentro, en el fondo del armario, es un enorme unicornio rosado de felpa, adornado con un moño plateado, y todavía metido en su empaque de plástico transparente. Tiene una tarjeta: «para mi Martuchis, gracias por tanta paciencia».
!Ja! Paciencia la mía, la de mi mujer y la de tantas otras víctimas. En honor a ellos es que estoy aquí, ajustando cuentas con quien pretendía no deberle nada a nadie. Y por la misma razón pienso que lo justo sería ahorcarlo en la plaza de uno de los tantos pueblos que arrasó. Semejante sabandija no merece una muerte sencilla, anónima como esta. Sería tanto como querer apagar un incendio con un escupitajo.
No obstante, es lo que tengo a mano, como instrumento del destino. Debo darme por agradecido que el diablo me lo volvió a poner en frente. Voy a la cocina y revuelco la alacena hasta dar con varias bolsas plásticas del supermercado, de rayas azules y blancas. Me sorprendo, como un profesional, revisando que la que escogí no tenga ni un agujero. A mi regreso a la sala, Vaticano sigue dormido, como un bebé noqueado por el ogro gordo, paisa y bigotón de los sueños. Le saco las gafas y la media de la boca, intento voltearlo de nuevo y, otra vez, se me desarma en las manos. Ahora es su ojo derecho, que se sale de la cuenca y rueda por el piso, como una inocente esfera verdosa, babosa y cristalina. Entonces, no es propiamente miopía lo que le hace usar semejantes gafotas, pienso, tristemente divertido.
Esta vez es asco lo que se activa en mi interior y vuelvo a soltar su peso muerto contra el piso de madera. Con la cuenca vacía, contrario a lo que podría suponerse, se ve más como un pirata de parque de diversiones que como un engendro espantoso. Lejos de su jungla, su uniforme camuflado y su fusil solo es un mamarracho ajado, avejentado, disminuido, de hecho más muerto que vivo.
Y aparte del asco, una sensación de cansancio supremo se apodera de todos y cada uno de mis músculos, y solo pienso en mi cama, en el calor aterciopelado y terapéutico del cuerpo de mi mujer, y en mi nieto, mi amado y maravilloso Pipe, “Dios mío, que por sus manitas ojalá y nunca llegue a pasar un arma”.
Vaticano emite un ronquido leve, traga saliva y tose un poco, mientras sacude la cabeza de lado a lado. Intenta despertarse. Así que reúno todas mis fuerzas (o lo que queda de ellas) y me dispongo a terminar mi faena triunfal como el ángel vengador de las plataneras y cafetales de Colombia.
Levanto del piso la prótesis de su brazo y le tuerzo los dedos plásticos hasta dejarlos en la mundialmente famosa ‘pistola’, con solo el del corazón estirado. Luego, se la lanzo a la cara y me largo para siempre de su apartamento, de su vida y de los espejismos dolorosos de la patria.
Un mamarracho
“¡Qué muñeco tan feo!”
“¿Este?”
“Ese que me pintaste”
“¿Por qué feo abuelito?”
“Pipe, no te das cuenta de que le falta un brazo y que la boca es toda grandota, como si te fuera a tragar vivo…?”
“Tiene los dos brazos abuelito, míralo bien”
“Pues yo solo le veo uno”
“Sí pero en el piso está el otro, ¿ves?”
“Ah, qué muchacho este. ¿Y por qué en el piso?”
“Lo que pasa es que iba corriendo por el bosque, se le cayó y se le olvidó por el afán”
“Jajajaja, qué muchacho este, perdóname, es lindo el monacho este”.
“No te creo. Y además, mi abuelita me dijo que no importa que la gente sea fea por fuera, mientras sea bonita por dentro”.
“Sí mi amor, perdóname, y tu abuelita tiene razón, hay gente que es más fea por dentro que el dibujito este. Pa’ monstruos, los que conozco yo…”.
“¿De verdad abuelito? ¿Has visto monstruos?”
“Claro, mi amor, pero no aquí, no te me vayas a asustar. Eso fue en la tierra en la que vivíamos con la abuelita Ofelia. Allá sí había monstruos y mucho más malos que los que cualquiera pueda dibujar o inventarse en un libro”.
“¿Y por eso tú y la abuelita ahora viven con nosotros ¿cierto?”
“Sí mi amor, por el puro miedo a los monstruos”.
“¿Y cómo eran esos monstruos? ¿Peludos y dientones?”
“Si mi amor, algunos eran muy peludos y otros tenían unos dientes y unas bocazas enormes, capaces de tragarse todo lo que se les pusiera por delante. Burros, casas, carros, cafetales, montañas, ríos, de todo lo que te imagines…”
“¿Y gente también?”
“Especialmente gente, mi amor…”
“Marcos, ¿otra vez? Cómo te pones a contarle todas esas bobadas a Pipe, que después no deja dormir a los papás…”
“No abuelita, esos monstruos que dice mi abuelito están lejos”.
“Eso son puras bobadas de tu abuelito, no le hagas caso, esos monstruos no existen. Y tú, viejo sinvergüenza, recoge tus corotos que nos vamos ¡ya!”