Por: Piedad Granados* / Italia
Con una mano sostenía el bastón y con la otra una
manguera larga y flexible con la que regaba generosamente las plantas del
jardín todas las mañanas. Su cuerpo cargado de años era ya pesado y en
ocasiones tenía movimientos torpes debido al reumatismo. Leyla apenas la
alcanzaba a observar desde la ventana de la cocina mientras golpeaba
violentamente unos trozos de carne antes de echarlos a la sartén. La anciana ya
llevaba un buen rato en su tarea. Leyla, que cuidaba de ella desde tiempo
atrás, observó como de pronto se quedó un par de minutos inundando de agua una
misma maceta con geranios rojos perfectamente florecidos haciendo que el
líquido comenzara a chorrear por todos los lados de la maceta. Estaba por llover.
Leyla le gritó desde la ventana invitándola a terminar su
rutinaria labor, que a ese punto era inútil con el cielo así de opaco.
-“Somos los peregrinos que vamos hacia el cielo” –
cantaba la anciana entre dientes.
Leyla, visiblemente irritada atravesó rápidamente la
cocina, el salón de la casa y saltó al jardín vociferando.
Luego de cerrar el grifo le rapó casi con violencia la
manguera. Estaba por andar a enrollarla cuando un alarido fortísimo se le
escapó de las entrañas y una fuerza invisible empujó su cuerpo hacia atrás.
Completamente horrorizada se cubrió la cara con las manos tratando de ahogar
sus gritos. La anciana no lograba encajar en la situación aunque entendió que
algo grave pasaba. Comenzó a llover. Apoyada en su bastón escapó hacia el
ingreso de la casa. Leyla estaba petrificada. El exceso de agua de las plantas
y ahora de la lluvia se deslizaba por las baldosas de arcilla manchada de un
color rojo oscuro. Sangre. Leyla siguió el hilo oscuro y la escena fue
terrible. La sangre provenía del cuerpo inerte de un hombre. Ella estaba cada
vez más escandalizada. Temblorosa se acercó al cadáver. Observó pacientemente
buscando descubrir su identidad. El rostro estaba desfigurado. Las manos
rígidas aprisionadas contra el pecho contenían una pequeña bolsa de terciopelo.
La respiración de Leyla era agitada. Le arrancó la bolsa. La abrió. Dentro se
encontró algunas joyas de la anciana. Corrió al interior de la casa para llamar
a la policía. La anciana se lavaba las manos y preguntó a Leyla si los gatos
habían comido. – No tenemos gatos, respondió Leyla-.
El bastón acomodado en
un ángulo del baño, mudo, acababa de completar la historia. Escurría en las
blancas baldosas. Y no precisamente agua.
*Piedad Granados. Periodista.