Viví en el Bronx. Más allá del horror

No. 7619 Bogotá, 9 de Diciembre de 2016 

Mientras unos dan plomo, nosotros damos pluma
Jorge Consuegra



Viví en el Bronx. Más allá del horror
Prólogo del libro Viví en el Bronx de Yeiver Rivera. Ediciones Gaviota

Por: Jorge Cardona Alzate / Editor General El Espectador

El 28 de mayo de 2016 fue ocupado por las autoridades el sector del Bronx en Bogotá, situado a escasa distancia –unos 800 metros- de la histórica Plaza de Bolívar, epicentro de la Casa de Nariño, el Palacio de Justicia, el Capitolio Nacional, la Catedral Primada o el Palacio Liévano. Salvo para quienes conocían sus entrañas, la sociedad constató impactada el horror que se escondía en unas cuantas calles y cómo reinaba la impunidad en un entorno de violencia, degradación y barbarie con un elemento común para incentivarlas: el tráfico y consumo de alcohol y droga.

Hasta mediados del siglo XX era el residencial barrio de Santa Inés, más de una personalidad tuvo su casa en el entorno y, por su proximidad a los enclaves del poder, era un sitio de paso que pronto se hizo de comercio u hospedaje.

La informalidad atrajo después a los “piperos” que vendían o consumían aguardiente poco ortodoxo. Luego se asomó la prostitución, la inseguridad y la anarquía. Para los años 80 ya se había entronizado la droga. Y desde entonces, el Bronx se convirtió en una especie de cloaca en el corazón de la ciudad que fue extendiendo sus linderos.

Hoy está en vía de extinción o al menos las autoridades parecen dispuestas a impedir que renazca, pero sus habitantes, dispersos por la vecindad, se han convertido en dilema de seguridad y convivencia. Unos inmersos en el delito, otros en el rebusque o la supervivencia, y casi todos procurando salir del infierno del licor o los estupefacientes. El Bronx, así llamado como homenaje al barrio en New York cruzado por el río Harlem, cuna del rap o del hip hop, había perdido su norte hace mucho tiempo. Ahora se abre paso la memoria para que nunca se vuelvan a reproducir sus horrores.

Ese es el trabajo que aporta el periodista Yeiver Rivera Díaz en su obra Viví en el Bronx, un estremecedor recuento de lo que sucedía en esta zona de Bogotá, donde se vendían 500 millones de pesos diarios en bazuco, o se podía conseguir

cualquier dosis de cocaína, heroína, alcohol o inhalantes. Un entorno donde reinaba la corrupción, las autoridades eran o se hacían las ciegas y pululaban menores de edad, extranjeros, hombres y mujeres de todos los estratos sociales en busca de calmar su ansiedad o de encarar una aventura loca, muchas

veces fatal.

Nacido en Cunday (Tolima) pero criado en Purificación, desde sus días de colegio Yeiver Rivera fue un infatigable lector. Después se hizo comunicador autodidacta y en las emisoras comunitarias de su región fue conocido por su actitud

entusiasta para aportar soluciones a los dilemas sociales. Sin llegar a su mayoría de edad, viajó a Bogotá con la obsesión de convertirse en periodista. Entre la brega diaria por sostenerse empezó a estudiarlo y luego se matriculó en cuanto diplomado gratuito o pago apareció para incentivar su condición innata de reportero.

Rebuscando historias en los barrios, con asesorías de comunicación a empresas o instituciones, en la promoción de eventos culturales o comunitarios, entre documentales y reportajes se fue abriendo paso. En la desaparecida organización

Medios para la Paz se volvió personaje asiduo y, entre los periodistas, laborioso colega de creativos aportes. Antes mostraba sus trabajos como cronista o su antología de versos premiados en 2006, ahora entrega a la sociedad su primer libro con un tema necesario que requería de quien aportara una visión sin concesiones.

Con contextos mínimos para entender la dimensión del drama humano y las voces oficiales o especializadas que buscan explicar por qué era necesaria la intervención, Viví en el Bronx es una invitación a asimilar los pliegues del abismo. La materia prima son seis testimonios que desbordan cualquier adjetivo del diccionario clásico, incluso el que acompaña el libro con los dichos y términos de los transeúntes de este mundo aparte. La crueldad de los sayayines, la indefensión de los menores, los decapitadores, el universo en que se pierden los confines de la sensatez o el desamor.

Jóvenes o adultos atrapados por los cerrojos de la droga o la locura, niñas de 13 o 14 años violadas o prostituidas, familias enteras dedicadas a vender bazuco o a consumirlo día y noche, casas de pique para destazar cadáveres humanos, puñaleros saldando cuentas personales, ajenas o afectivas, y marihuana, coca, pepas, fierros, jíbaros, ollas, ratas, toda la podredumbre, el cataclismo y la oscuridad. Un caos que necesitaba control pero que también urge compasión para rescatar a muchos hombres y mujeres que han vivido entre los excesos pero merecen una luz.

Los invito a leer este libro doloroso y después de hacerlo asumir que no cabe señalar a muchos de los que cayeron en las redes del Bronx porque pudieron ser nuestros amigos o hermanos, pues la droga o el alcohol no tienen límites cuando

engullen a sus víctimas. En cuanto a su autor, o a su compañera de vida, la psicóloga Adriana Beltrán, igualmente dedicada a la empresa de tocar fibras que algunos prefieren obviar, esta publicación habla por ellos. Su coraje para contar la verdad es suficiente razón para que su obra de vida sea compensada por la editorial que creyó en ellos.



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