La lujuria vista desde la literatura y una crítica al “sado bajo en calorías” de 50 sombras de Grey.
Por: Miguel Ángel Manrique/ Tomado de Carrusel/ Bogotá.
“Nada de palabras sucias al oído. Un sado bajo en calorías”.
A través de la historia, el sexo en la literatura ha generado todo tipo de tensiones morales. Hace unas décadas, tanto los puritanos como los católicos norteamericanos, apoyándose en un decreto victoriano, trataron las escenas sexuales de los libros como un delito. La Iglesia y los políticos más conservadores influyeron en los jueces para que prohibieran la edición, publicación y circulación de obras como El Decamerón, Memorias de una cortesana y El amante de lady Chatterley, entre otras, porque mostraban penes, vaginas, infidelidades y palabras obscenas. Estaban convencidos de que estas publicaciones iban a depravar y corromper a la gente. Para placer de los lectores, el sexo ya no escandaliza a las buenas conciencias como en otras épocas.
Dicen que Cincuenta sombras de Grey, de E. L. James, publicada en el 2011, es una novela erótica para amas de casa desocupadas. La historia idealizada de Christian Grey y la inocentísima Anastasia es un cuento de hadas al que E. L. James, audazmente, le agregó sexo. Un sexo descafeinado, deslactosado y bajo en grasa, como les gusta a las personas saludables. Nada de esas marranadas vigorosas y lúbricas que asquean a los conservadores. Nada de palabras sucias al oído. Un sado bajo en calorías, nada de qué avergonzarse. No es ‘Justine’.
Pero, ¿qué es lo que les gusta a las señoras de ‘Cincuenta sombras de Grey’? Ellas me lo han confesado: que el mundo de Grey es perfecto. Christian Grey es un joven apuesto, millonario, educado y hedonista. E. L. James no quiere perturbar el sueño de las lectoras con un personaje inculto, barrigón, con acné y halitosis, que es más o menos su realidad. En otras novelas, el sexo se ha presentado de forma menos saludable, relacionado con el vicio, el escándalo y las enfermedades venéreas.
Gracias a unas cuantas palabras de burdel, Trópico de cáncer, de Henry Miller, publicada en París en 1934, armó un provechoso escándalo en la puritana y moralista Norteamérica de los años cuarenta, en donde circuló solo hasta 1966. La novela cuenta las desventuras de Joe, un escritor norteamericano en París de los años treinta. Y París, señoras y señores, estaba lleno de luces, de pobres y de putas, entre otras cosas. Y no hay nada más obsceno que un pobre. Así que no comparen al sombrío señor Grey con el machista de Joe. Las sombras de Henry Miller eran más largas y sus personajes más apasionados.
Tal vez Anaïs Nin no vendió tantas copias de Delta de Venus, escrita en los cuarenta, como E. L. James de Cincuenta sombras de Grey, pero Anaïs era sincera como narradora, y esos cuentos de sexo duro, sucio y perverso eran más verosímiles y excitantes que las frías inclinaciones sexuales del señor Grey. ‘El aventurero húngaro’ es un cuento de Anaïs que habla de un aristócrata decadente que solo pensaba en satisfacer sus gustos sexuales. Pero no se atrevan a ojear Mathilde o El internado, que habla de un jesuita al que “le gustaba llevarse a ese alumno consigo y mostrarle libros de su colección privada”, porque lo que viene después es algo sucio. Anaïs, que gozaba de unas fantasías desbordadas, los escribió para un coleccionista rijoso que le pagaba un dólar por cada uno. El libro fue publicado póstumamente en 1977.
En estos tiempos de asepsia sexual, en los que hay que firmar contratos incluso para echarse un polvo, como le gusta al correcto y educado señor Grey, los lectores podrían leer las páginas de El mal de Portnoy de Philip Roth. Publicada en 1969, esta novela narra las experiencias de un joven judío que, trastornado por el deseo sexual, se masturba hasta con las muñecas de su hermana, y confiesa sin pudor estas marranadas. “¡Mamá! ¡Papá! ¡Hay cosas peores!”, dice no obstante el cándido Alex. Ese mismo año, Vladimir Nabokov publicó Ada o el ardor, en la que a partir de una historia de incesto explora los límites de la pasión.
Estaría bien que una señora que sueña con ser seducida por el señor Grey metiera las narices en Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, publicada en 1989. El primer capítulo muestra a Lulú excitada por una escena pornográfica que está viendo, que escandalizaría a los amantes del buen gusto en la cama. “Pero mi cuerpo ardía”, dice la deliciosa Lulú al final del capítulo, más desenvuelta que Anastasia, menos boba. “Un denso hilo de baba transparente me colgaba del labio inferior”, dice Lulú. Rotunda.
Qué van a encontrar los lectores en las novelas de Anaïs Nin, Henry Miller, Vladimir Nabokov, o Almudena Grandes que está ausente en Cincuenta sombras de Grey: un tono y un estilo literario, una experiencia de vida vertida en el lenguaje. Un autor. Una voz. Un rumor de fondo. Unas páginas escritas con honestidad, con vigor, que muestran el retrato de una época visto por unos personajes parecidos a nosotros.
Alguno dirá que estoy errado, que treinta millones de lectores no pueden equivocarse. Que sea la propia Anastasia quien lo confirme con sus palabras edulcoradas, como les gusta a ciertos lectores: “Y, debido a sus cincuenta sombras, me contengo. El sado es una distracción del verdadero problema. El sexo es alucinante, y él es rico, y guapo, pero todo eso no vale nada sin su amor, y lo más desesperante es que no sé si es capaz de amar”. Falaces, pero adictivas, como una balada de Julio Iglesias; ¿no es así?