Por: Álvaro Mata Guille*
“Yo estoy convencido de ser un fragmento de sol, pero educado como un fragmento sin sol.”*
A finales del mes de octubre, cuando los muertos preparaban su regreso de Mictlán, del camino que habían emprendido a través de los cerros hacia la casa del sol, hacia los árboles donde cuelgan los niños amamantándose como hojas, escondidos en el aire, entre las nubes olas flores, mutando para quedarse en el lugar que los nahuas decían poseído por las sombras, poblado por los ecos; cuando los viejos y los niños estaban casi listos para reunirse con amigos y familiares y departir con ellos, por unas horas, en los altares de las casas, en las cruces dejadas en los caminos como lápidas o en las tumbas de los cementerios, murió Antidio Cabal, atravesando también los cerros y los jardines de granito para transfigurarse en niebla, dejando su incompletud junto al deseo de reunirse con lo que no se conoce desde lo provisional, desde la temporalidad que se pregunta ante lo incierto y se evapora. Cuando las almas de los viejos y los niños venían de regreso dejando por unos momentos el crepúsculo, él se internaba en el campo nublo, deponiendo sus partes temporales, abandonando el conflicto entre razón y sin razón, en busca–como lo había hecho siempre–del exilio, de asumirse solo en un lugar sin lugar y sin esencia, en busca de sí mismo, para mudar carne y sangre en ceniza, las ideas y conceptos en viento, en penumbra. Fue así, que en medio del bullicio de la música y las ofrendas, junto a los altares bañados con flores amarillas y el olor del incienso, comiendo dulces, pan de muerto y los rostros transformados en calacas, cuando hacíamos que Mictlán, el jardín de humo de Tlaltecuhtli, emergiera en la tierra por unas horas, llegó la noticia de su muerte, llegaba con el mes de noviembre, más cercano al invierno y al venir de algunas lluvias.
“Yo entonces era lo que había. Yo era todo y cualquier parte. Yo me producía a mí mismo. Duramente mi niñez peleé contra las secreciones. Yo era un sol, estaba solo y entero. Mi yo era astro, ostra, al otro lado de mí mismo mi yo continuaba. Ahora me separaría mi yo, ahora yo me desproduciría.”*
Antidio vino a tierras costarricenses cuando su padre (apresurándolo a salir de España en los años 50, con su título de filósofo y el bosquejode algunos libros), le puso a elegir entre varios países de Latinoamérica, escogiendo a Costa Rica porque no tenía ejército. Su sorpresa convertida en admiración se acrecentó, cuando al hacer vida con los habitantes del pueblón, como así llamaba Eunice Odio a la capital San José, se encontraba con las vacas pastando, como un transeúnte más, cerca de la avenida y el parque centralo en los alrededores del aeropuerto internacional en la Sabana; que los campesinos, cuando conversaba con ellos, le espetaban: “¡eh, españolito! ¡qué aquí nadie puede estar más arriba del tamaño de una vaca!” riéndose de él, de su estatura y su extrañeza; que la música del Himno Nacional se utilizaba para bailar en las fiestas o la bandera servía de capote en las “corridas de toros a la tica”; que el presidente Otilio Ulate, quien ejercía su mandato en esos primeros años de su llegada al país, se sentaba en la acera del viejo Chellez, un bar en el centro de la capital, a tomarse unos tragos, casi de madrugada, para conversar con los noctámbulos que todavía merodeaban, puteando a su guardaespaldas “para que lo dejara en paz”, y éste, teniendo que cumplir sus obligaciones, lo vigilaba a escondidas, cuidándose de no recibir otra puteada; que Pepe Figueres, siendo presidente, buscara al escritor Carlos Luis Fallas, militante del proscrito partido comunista, para decirle que debía abandonar el país, que su vida corría peligro, que huyera a México con cinco mil colones, de la época, que él le daría, y Calufa, como así era su mote, le dijo que no, que no se iba, que él, como presidente, tenía la obligación de cuidarlo, siendo así que días después, Calufa fuera acusado de robarse cinco gallinas, por lo que le llevaron preso, encarcelándolo, siendo la única manera que encontró don Pepe para cumplir con su “obligación de presidente”. Antidio reía al contar ésta y otras historias, pero sobre todo con la gran conclusión a la que llegó Calufa, quien sentenciaba: “nombres Antidio, cómo se puede ser comunista en un país así”.
“Yo no tengo un salvoconducto, una patente, no agito un telegrama. Yo tengo mortalidad, algo que la muerte derriba. No tengo nada encajado en un modelo, en un portarretrato, en un cheque. No soy un consejero de la resurrección, ni una carne como para escultura, retrato o bajorrelieve, no está previsto para mí un exceso de lugar o una ruptura exitosa. Yo me digo: desconfío de los elegidos por la singularidad sucedánea, de los seleccionados por los milagros, de los que se ajustan al medallón.”*
Antidio vivió alejado de la adulación y la complacencia, de la hipocresía y los intereses de los círculos académicos y la mediocridad de las cofradías literarias. Asumió, sin miramientos, la exclusión que vive todo aquel que persigue la coherencia de su propia voz, su sentirse libre y ajeno, confrontando críticamente, sin contemplaciones, al entorno. Fue un costarricense nacido en España, como así conveníamos entre charlas y presentaciones, pues no desdeñaba, como hacemos con lo latinoamericano, de su nuevo país, enamorándose del desenfado de esos viejos costarricenses, más igualitarios, más ciudadanos, más éticos, más boscosos. Nuestras conversaciones transcurrieron entre los filósofos griegos, la poesía y la realidad contemporánea, sobre el exilio y saberse sin respuestas, asumiendola soledad sin salida que a veces destella en lo que escribimos o cuando hablamos de la casa del sol o el jardín de granito, como lo hacían los nahuas refiriéndose al lugar –lo otro, el aquello, el allá– donde intentamos reencontrarnos. Su ir hacia el sol entre los cerros en busca de los ecos y las sombras, nos hace recordar la orfandad que padecemos, el sabernos solos ante el vacío que despuebla las cosas de lenguaje, aspirando, en ese mientras tanto ante la incertidumbre del abismo, a empujar la luna.
“Camino por la vida empujando la luna; la empujo toda la noche. Hago lo posible por podarla hasta la esencia, con todo su silvestre e impasible volumen. Unos hacen por llevar sangre al pensamiento, otros por usar la de otros, otros por fundar la verdad, otros lo posible, otros lo inútil. Yo empujo una luciérnaga redonda, una pelota de belleza.”*
*Todos los textos pertenecen al libro Campo Nublo, Antidio Cabal.
<
*ÁLVARO MATA GUILLÉ.
Sígalo en
Facebook: www.facebook.com/alvaro.mata1
Twitter: @alvaromataguill
Instagram: alvaro.mata.guille