Una realidad escondida en las cenizas
Por: Mónica Chávez González*/ Ecuador
A mediados del 2016, la escritora chilena Montserrat Martorell Colón presentó su primer libro, La última ceniza (ediciones Oxímoron); desde su lanzamiento en Santiago de Chile, ha ido con él hasta Argentina, Ecuador, España. No por nada, su obra se encuentra como finalista del premio chileno El mejor libro del año de editoriales independientes.
Martorell es una periodista profesional pero en ella siempre estuvo presente su vocación literaria, razón por la cual hizo su Maestría en Creación Literaria en la Universidad Complutense de Madrid; precisamente de esta ciudad surgen los esbozos de la historia que aquí nos presenta, que puede ser la de muchos lectores.
La novela nos muestra el panorama actual, no solo de las mujeres sino de muchos hombres que viven dentro de un mundo que busca ser lo que nos pide la sociedad; nos presenta un Santiago de Chile sin máscaras pero lleno de espejos, una ciudad donde es imposible no quedar reflejados para ver lo que los otros no logran ver dentro de sí, lo que es y lo que no es, lo que somos y lo que no somos, donde habitan la violencia, el amor, el dolor, los celos, el miedo a ser diferente a los otros.
Así empezamos la entrevista con esta joven escritora, que se atreve a mostrar la dureza y la crueldad de una realidad latente pero aún escondida.
Siempre cuando me preguntan esto intento contestar lo que pienso/siento y creo. Yo no decido construir personajes con ciertas características; yo no decido hablar sobre ciertos temas o tópicos. Las tramas surgen y surgen muy solas y muy aisladas de ese fluir que es a veces la conciencia del escritor. Se van deslizando como la propia vida, esa que uno vive, esa que uno escucha, esa que uno inventa. Las palabras no te piden permiso y por lo general terminas construyendo algo que no tienes muy claro por qué fue así. Yo solo me acuerdo de una cosa: vivía en un piso, en la calle de Tremps, en Madrid. Todas las noches escuchaba los tacos en el suelo de mi vecina de arriba. Eso siempre podía ser muy sugerente. Fue así como surgió la historia, la de “La última ceniza“. Esa era la primera noción. Los tac tac de una mujer que no tenía nombre. Todo lo que vino después nace de los impulsos, de la cabeza, quizás del corazón. Y uno escribe. Pone palabras, redacta frases y todo se va armando un poco solo. Cortázar decía que él sabía perfectamente de qué se trataba la historia que quería narrar antes de ponerse a trabajar en ella. Que el escritor era una especie de médium. Para mí es un poco así en la medida que uno va juntando mensajes, fragmentos, armando y desarmando, dejándose llevar por ese camino de descubrimientos y azares… soy una convencida de que las teorías que uno puede tener sobre lo que hace están siempre muy a posterior y surgen incluso meses después de presentar un libro. Es como la vida. Peleamos con una pareja o con un amigo, dejamos de verlo, y el tiempo se encarga de hacernos llegar la respuesta de qué fue lo que pasó. En el momento uno está ahí, en medio del huracán, y puede ver muy poco. Para mí esa distancia es siempre importante porque te lleva también a desarrollar nuevas perspectivas sobre la historia y logras ver y entender matices que antes no tenías presente. En ese sentido, muchas cosas de La última ceniza yo las he descifrado con lo que otros me dicen, lo que otros opinan sobre la historia. Yo estaba muy adentro de ella para ver todo eso que salía hacia la superficie. Y supongo que incluso con los años esa noción que tengo va a ir cambiando, moldeándose, readaptándose a los nuevos conocimientos que me lleguen de la historia.
Ahora, una cosa es real o al menos real para lo que yo considero: uno no puede deshacerse de su tiempo ni de su género. Yo soy mujer y escribo desde ahí. Siempre. Todos los días. Mis aproximaciones a la vida están condicionadas por eso; por mi manera de ver el mundo, de entender las relaciones, de ser consciente de lo que pasa a mi alrededor siempre desde esa subjetividad que es también mi cosmos íntimo. Yo quería hablar de seres humanos quebrados, con vidas rotas y la violencia es también eso: un golpe, una rotura, un descascaramiento constante y silencioso. Yo quería escribir sobre individuos que están luchando, que les cuesta la vida porque les queda a veces demasiado grande. Yo quería hablar, poner en voz alta, temas que todos conocemos, de cerca y de lejos, de cerca y de lejos, que nos tocan, que nos conmueven, que nos hacen mirar al otro lado de la vida y ahí, en ese rincón, está Alfonsina y todo eso que podemos o no podemos ver.
Probablemente ese sea, como dices, una de las obsesiones que tengo a la hora de ponerme a escribir. Intentar construir historias desde nuestras sombras, intentar poner en palabras un poco más de lo que vemos cuando estamos solos frente al espejo. Vivimos en una sociedad donde estamos permanentemente siendo bombardeados por información. Somos probablemente la generación más informada o con más posibilidades de informarnos en la historia de la humanidad, la más narcisista, también. Llueven las selfies, las fotos, los videos. Instagram y Facebook son eso. El mostrarnos cómo queremos que nos vean permanentemente. Y ese cómo queremos, ese juego diario, es complejo porque puede ser también muy mentiroso.
Qué pasa entonces con esa sociedad exhibicionista que vive y vive para mostrarse, de la que todos somos parte, y que después llega a su casa y se enfrenta a ese peso que es la soledad, que son los antidepresivos, que son las enfermedades mentales. Ahí estaba la novela. En el dolor, en lo que ocultamos, en las heridas imperfectas que nadie ve porque a veces ni siquiera los que las tenemos sabemos que existen y entonces le ponemos un nombre al silencio, lo tapamos, lo justificamos. Ahí están los matrimonios rotos, las identidades que no alcanzan a configurarse, el hombre que ama sin saber amar, la mujer que espera algo que no llega porque ella tampoco llega a ninguna parte. Y ahí están los vínculos y los afectos, las relaciones posmodernas que están a veces muy rotas. Probablemente el lector pueda reconocerse en Alfonsina o en Conrado o en Laura. No porque fueran ellos (quizás si), sino también porque los conocen, han vivido con ellos, se han topado en algún cumpleaños, tienen gente en común, escucharon su historia en alguna vieja conversación. Yo creo que el ser humano es un gran engañador, le puede la ficción. Somos buenos inventándonos a nosotros mismos nuestros propios cuentos para dormir tranquilos en las noches, pero en algún momento te despiertas y ya lo cotidiano no parece tan bonito.
Yo creo que Alfonsina quiere amarse, pero no sabe cómo. No tiene las herramientas ni los recursos emocionales para salirse de ese torbellino que es la relación con Federico, la muerte de su padre, la ausencia de su madre. Y quizás eso, esos laberintos que siguen y siguen dentro del relato, son los que te dejan ese hálito de que algo se está quemando.
Los personajes quieren tener otra vida, hacen intentos desesperados por romper su destino… son como el ahogado que está ahí, sacando la mano. Y no les resulta. Y se ahogan. Y el mar barre con todo. A veces, muchas veces, hay gente a la que la vida no les resulta y ciertos momentos las condicionan para siempre. Puede ser un quiebre en la infancia, puede ser un mal amor que te dejo ahí, atrapado… puede ser una enfermedad que no se trató, una perversión escondida, un diálogo sin palabras. Por alguna razón los personajes de “La última ceniza” viven dando saltos de oscuridad y no logran tocar la luz. Si existe o no existe el amor es algo que el lector tendrá que decidir. Lo que sí creo es que el buen amor está muy borrado, muy en ciernes, muy en caída libre. Y eso siempre puede asustar un poco.
Es posible, muy posible. No se conocen. No saben a dónde deberían ir. No saben a dónde deberían quedarse. Hay una ilusión media romántica, media incierta con la fuga, con el irse de un lugar y ser también otro. De alguna manera no saben qué hacer y por eso tienen tantas preguntas. Quizás tienen la vaga o ingenua ilusión que en algún momento todos esos cuestionamientos desaparezcan y alguien les traiga escritas en un cartel las respuestas. Es lo que hace Alfonsina con su psicóloga. Tiene que pasar cientas de tardes respondiendo los qué y los cómo para finalmente darse cuenta qué pasaba con ella, qué pasaba con Federico, qué pasaba entre los dos. Y eso lo hemos vivido todos. ¿Cuántas veces nos ha pasado tener algo frente a nosotros y no poder verlo hasta que viene alguien y nos dice: pero si Juanito siempre fue así, acaso no lo ves? Y tú estabas cerca, muy cerca, tan cerca que el pelo te tapaba los ojos. Creo que en cada página de “La última ceniza” hay una búsqueda del ser que es total e inquebrantable y yo soy partidaria de esas búsquedas aunque traigan dolor y desarraigo. Aunque nos lleven a las sombras. Aunque nos hagan caer y caer y nacer a los treinta y tres años como el Altazor de Huidobro.
La última ceniza es lo que queda de ellos después de tanto buscarse, de tanto encuentro y desencuentro. Vemos la muerte y vemos la vida detrás de una última ceniza que funciona como un túnel, como una metáfora para darte cuenta de que a veces llegas al final sin entender nada, que las posibilidades no son infinitas, que los infiernos pueden existir aquí abajo, muy abajo, mientras te quedas dormido. Es la agonía que se repite y se repite hasta hacerte saltar sobre el fuego y que te agarra la cara con dos o seis manos y te exige que mires detrás de una ventana llena de polvo y de tierra, ese mundo que no vas a alcanzar a descubrir porque el tiempo y tus intenciones dan pasos en falso. No tengo claro si existe o no un renacimiento. Me gustaría pensar que sí, pero dudo que en este caso alcance a los personajes de la novela.
Así es. El dolor del hombre y de la mujer no se contrapone y es muchas veces el mismo. Vivimos en una sociedad de roles, de deberías, de pautas y reglas y dogmas. Aquí y en cualquier parte. Lo que deberíamos hacer versus lo que queremos hacer. Y estamos en el dos mil diecisiete. La vida que imaginamos pocas veces se parece a esa, a la real, a la que existe y eso trae a veces enormes frustraciones y la frustración trae también violencia y angustia y depresión. ¿Cómo debería ser un hombre? ¿Cómo debería ser una mujer? ¿Cómo deberíamos vivir? ¿Qué deberíamos hacer? Eso puede ser siempre muy agotador, muy doloroso. Lo es para la mujer violentada y lo es para el hombre que pega, que se teje su propio infierno con la sangre del otro. Ese hombre está en su propia cárcel, una cárcel diseñada para sobrevivir saltando encima de alguien… pero ese hombre fue alguna vez un niño, un niño herido. Quiero ser clara en este punto: eso no significa que exista una especie de condescendencia con él, pero sí me parece necesario ser consciente de que ese ser humano roto es el reflejo de una sociedad que todavía permite muchas cosas.
En “La última ceniza” los hombres y las mujeres están quebrados. Y quizás, como dices, no saben amar, no pueden pensar. Están desconectados por todas estas presiones que supone la existencia. A veces el muro es tan grande que no pueden ver aquello que nace detrás de sí mismos y vamos siendo cómplices del maltrato y de la rabia y del silencio. Creo que necesitamos construir hombres y mujeres conscientes de esto. Yo vengo de un país donde una de cada tres mujeres dice haber sufrido algún tipo de maltrato por su pareja alguna vez en su vida. Esa cifra es violenta porque dice y esconde mucho también. Y va a seguir aumentando en la medida que no seamos capaces de regenerar seres humanos nuevos, en la medida de que la mujer siga siendo un objeto y el hombre el que se da la licencia de hacer lo que quiere porque hay una sociedad del abuso que lo respalda, porque hay amigos o familiares que prefieren no involucrarse en el tema y decir y sostener que nada muy grave está pasando. Yo soy profesora en dos universidades chilenas y veo a mis alumnos totalmente comprometidos con estas causas. En ese sentido tengo vocación de optimista. Mi esperanza está en que ellos contribuyan a que estas cosas no sigan pasando. Pero hay que hablar, hay que decirlo en voz alta, hay que ser capaz de ponerlo como un tema permanente y tener la bandera de la igualdad entre hombres y mujeres siempre presente. Y abrir los ojos. No nos hace mal despegarnos un rato de la pantalla y vivir un poco la vida. Las cosas por lo general, las cosas importantes, pasan siempre muy cerca de uno. Y uno tiene que ser capaz de verlas. Sino, ¿qué sentido tendría todo esto? Probablemente ninguno.
Cuando yo escribí La última ceniza, vivía en Madrid. Estaba haciendo un Máster en Escritura Creativa en la Universidad Complutense y sentía una enorme nostalgia por ese lugar donde había vivido la mayor parte de mi vida y que por estudios había dejado. Uno se va de su país, pero no del todo. Hay una parte de uno que se queda allá. A mí Chile me perseguía todo el tiempo y cuando digo Chile (porque tengo muchas patrias y mis patrias son donde están las personas que quiero) digo afectos, digo recuerdos, digo un hombre (el hombre que amaba), digo uno o dos o tres paisajes, digo las palabras, digo el lenguaje… de esta manera los lugares de uno siempre terminan por configurarse incluso a muchos kilómetros de distancia. Estaba en España, pero miraba Santiago. Y no, no es casualidad. El espacio tenía que estar allí. La ciudad entendida como esa urbe que a ratos asfixia y que no te suelta, por la que pululas indefinidamente, en la que caminas y te pierdes detrás de un imponente macizo que es la Cordillera de Los Andes. Los personajes eran entonces muy chilenos, muy latinoamericanos, pero con grandes ambiciones que los hacían vivir y sentir este desdoblamiento y esta autoconciencia que hacía que todo estuviera ahí, muy latente, muy vivo, muy fácil de mirar de cerca.
Es difícil pensar en un personaje favorito dentro de la novela porque todos vienen de mi imaginación y por ende, esa “loca de la casa”, como la llamaba Santa Teresa, sabe lo que hace con ellos. Sí siento una profunda nostalgia y apego por Alfonsina. La entiendo, le creo y me sigue conmoviendo. ¿Podría haberla salvado? ¿Haber escrito otra historia? ¿Darle una oportunidad? Esas preguntas y cuestionamientos siguen estando ahí y probablemente sigan existiendo hasta que sea testigo de que no quedan más cenizas.
Montserrat Martorell logra, en La última ceniza, sacar a flote los diversos tópicos sobre la sexualidad, la obsesión, el maltrato, la soledad, el erotismo, la libertad; nos muestra a esos seres anónimos con vidas fragmentadas, que nos pueden tocar a todos. Es la lucha encarnada por la superviviencia, una vida que parece ser una camisa de fuerzas, historias laberínticas que se desvanecen, como las cenizas, pero que no mueren del todo; porque los recuerdos no se queman, los traumas no se incendian, los dolores no se esfuman… Todo está ahí, envuelto en verdades disfrazadas de preguntas, en víctimas que fungen como culpables, en abrazos enclaustrados en rencores, en amores que no son más que odios mal curados; de pronto resulta que cada conflicto no era más que una forma de vida, una salida para hallar las respuestas que tanto se ansía. No hay un único desenlace, no hay nada resuelto, no hay una única verdad. Y es, precisamente, ese el verdadero dolor, el no saber qué hay detrás, la rabia de un final eminente no resuelto.
Datos de la escritora:
Montserrat Martorel Colón nació en Argentina (Buenos Aires, 1988), pero creció en Chile. Es Comunicadora Social por la Universidad Diego Portales y estudió un Máster en Escritura Creativa.
Actualmente es profesora en dos universidades chilenas y cursa su Doctorado en Literatura Hispanoamericana, mientras prepara su segunda novela.
* Mónica Chávez González. Periodista. Licenciatura en Comunicación y Literatura.