Gustavo Álvarez Gardeazábal: “Yo siempre he ido contra la corriente”

Gustavo Álvarez Gardeázabal. Foto: Cortesía

 

 Un café en
Buenos Aires con  
Gustavo Álvarez Gardeazábal

 

Por: Pablo Di Marco* 

La noche del
13 de noviembre de 1985 la ciudad de Armero quedó sepultada bajo una avalancha
de barro, cenizas, azufre y cadáveres. La herida duele aún más cuando es sabido
que la tragedia fue anunciada en repetidas ocasiones, y ninguna autoridad se
preocupó por impedirla. Una de las voces que advirtió con mayor énfasis que el
Nevado del Ruiz se hallaba al borde del estallido fue Gustavo Álvarez Gardeazábal,
sin embargo jamás fue escuchado. Cinco años después del drama, Gardeazábal, que
por ese tiempo era alcalde de Tuluá, le robó horas al sueño para escribir
durante las madrugadas lo que sería su testimonio de la catástrofe.

Hoy el
Fondo Editorial Unaula nos acerca una cuidada reedición de Los sordos ya no hablan, la novela  que describe con maestría hasta qué punto la
ceguera y la desidia pueden dar por resultado 
la mayor tragedia natural de toda una nación.

—Reencontrarse con un libro escrito años atrás se
parece a reabrir un viejo álbum de fotos, uno no sabe si las imágenes que
estamos a punto de ver nos provocarán felicidad o tristeza. ¿Qué sentimientos
le despertó reencontrarse con Los sordos ya no hablan treinta
años después de su publicación?

GA: Lo
escrito, escrito está, y solo forzado por las circunstancias, por  los
traductores o, como en este caso, por  una nueva edición, vuelvo a leer
mis textos. Con Los sordos ya no hablan fue descubrir que mi
intuición no se ha averiado con el paso de los años. Tenía la impresión de que
era una novela capaz de ser perenne con los años, como lo ha sido Cóndores,
y al releerla lo confirmé. Las palabras elogiosas y las reseñas amables que se
han escrito sobre esta nueva edición me dan la razón.

—¿Sabe qué creo, Gardeazábal? Que la
Colombia de 1990 no estaba preparada para leer esta novela, ya que aquel país
no quería remover el drama de Armero. Y tal vez ahora, los treinta años
transcurridos le permitan a muchos lectores descubrir (y redescubrir) este
libro bajo otra perspectiva.

GA: Es así. Pablo. El país no
juzgó a tiempo el descuido del gobierno de Belisario Betancur, que manejo muy
mal tanto la masacre de la Corte Suprema como la tragedia de Armero, que
sucedieron en la misma semana. Y cuando cinco años después se publicó esta
novela, primó el olvido sobre el debate revivido.

—Y a eso se suma otra cuestión:
al momento de la publicación de esta novela, usted era alcalde de Tuluá y
recibía críticas por traicionar la escritura por la política.

GA: Exacto. Estaba de por
medio el malestar de mis lectores de que yo los traicioné por meterme a la
política,  me querían solo como escritor. Y yo leí aquello al revés. Creí
tontamente que escribiendo una novela siendo alcalde, les iba a confirmar que
seguía siendo escritor. Fue una equivocación rotunda que ahora, con el éxito de
Los sordos ya no hablan, me hace mirarme otra vez ante el espejo y
entender en mi incapacidad de cuan poco valoro mi obra literaria. También
es posible que, como son muy poquitos los colombianos menores de cuarenta y
cinco años que tienen una idea de lo que fue Armero, este libro sacie esa
curiosidad.

—¿Cuál fue la primera vez que tuvo la
sospecha de que el destino de Armero no era otro más que la tragedia? 

GA: Mis
estudios sobre la tragedia griega cuando estaba en la Universidad del Valle no
me dejaban clasificar como tragedia lo que no había sucedido. Me limitaba al
oficio de Delfos  modelo 1983 advirtiendo la magnitud de lo que podía
pasar pero no intuyendo la torpeza múltiple. Pero fui tan insistente  que,
con el paso de los años y sucediendo situaciones iguales en donde advertía lo
que se veía venir en muchos otros campos de la vida nacional, y se repetía que
no me acataban y después sucedía, tuve que admitirme a mí mismo que poseía unas
antenas especiales de esas que ahora llaman algoritmos.


Si los políticos fuesen más intelectuales y cultos tendríamos otra manera mucho más eficiente de manejar los estados


—En un pasaje de la novela usted señala que
en Colombia “jamás le preguntan a los intelectuales lo que deben hacer, y pocas
veces les aceptan sus análisis o críticas”. ¿Usted entró a la política para
seguir escribiendo por otros medios? ¿O usted escribe como un modo de seguir
haciendo política?

GA: Si los políticos fuesen
más intelectuales y cultos tendríamos otra manera mucho más eficiente de
manejar los estados. Y si los intelectuales no se adhirieran con tanto frenesí
a las ideas políticas, tendríamos una evolución de la ideas como fruto de la
compaginación de intelectualidad y política, y unos gobiernos cargados de
imaginación e incluso de humor.

Los sordos ya no hablan es una
obra trágica e histórica, pero hay un punto que se suele pasar por alto: Los
sordos ya no hablan
 es también
una novela de amor. ¿Por qué decidió acentuar esa faceta? ¿Para ahondar el
drama, o para volverlo algo más soportable?

GA: Por la misma razón de mis
estudios sobre la tragedia griega que me llevaron a sacar conclusiones de lo
que no tenían las clásicas. La instrumentalización del amor y del humor estaba
prohibida para griegos y romanos dentro de los estrechos moldes que exigían
para desarrollar las tragedias. En Los sordos el humor no es abundante, pero
es negro (como con la perra pastor alemán en reemplazo del sismógrafo, o en el
peluquero gay que se va a hacer el amor a Mariquita la noche en que cae la
bombada). En Los sordos el amor se vislumbra en unas cartitas de
enamorados que, leyéndolas ahora, cuando ese vicio se olvidó con la edad, me hacen
vibrar como cuando me enamoré tantas veces en la 

—¿Por qué no cayó en la casi inevitable
tentación de convertir a Omayra en protagonista de su libro?

GA: Porque yo siempre he ido
contra la corriente. Lo de Omayra fue doloroso al extremo, pero borró la
tragedia de los miles de muertos, de los miles de hogares desbaratados, de los niños
extraviados, de los  gobernantes
idiotizados… En esa trampa cayeron casi todos. Quizás yo sea el único que la
evadí, por ello esta novela sobrevive con tanta fuerza.

—Y ya que estamos hablando de Omayra. ¿Es
posible que el mito que se formó alrededor de aquella niña haya lavado las
culpas estatales de la tragedia de Amero?

GA: El mito, habilísimamente
montado por ese cronista sin igual que ha sido Germán Santamaría, fue de
crecimiento exponencial, como bola de nieve bajando desde lo alto de la loma, hasta
el punto que el Consejo de Estado finalmente declaró no responsable al gobierno
de lo que allí ocurrió.

—El de Armero fue el mayor pero no el único
drama que usted le advirtió al pueblo colombiano. ¿Por qué nos empeñamos en
ignorar (e incluso ridiculizar) a quien nos advierte lo que vendrá?

GA: Las Casandras siempre
han existido. Quienes hacemos previsiones fruto de la observación minuciosa, del
conocimiento profundo de los temperamentos, y de la habilidad para construir
perfiles sobre pueblos y personas, solemos quedar cubiertos por un manto de
descrédito y de ciencia ficción. Afortunadamente ahora le dan mucha importancia
a los algoritmos, y eso es en el fondo lo que he sido yo: un algoritmo natural
de Tuluá, no más
.

—Quien lea Los sordos no olvidará al padre Osorio, quien apenas comienza “la
bombada” huye en su carro antes que asumir su papel de guía y salvar al pueblo.
Usted se reencontró con el padre Osorio, ¿no es así?

GA: Hace unos años, en una
visita mía muy publicitada en Ibagué acudió al Hotel Ambalá, donde yo me
encontraba alojado, un cura que no se identificó en la recepción. Cuando lo
atendí me topé con un sacerdote envejecido a quien se le veían las arrugas
dolorosas de la vida y, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, me dio la
mano y me dijo con firmeza ecuménica: “Señor Gardeazábal, yo soy el padre
Osorio de su novela. Yo no huí. En Armero murió mi madre.”

—¿Y qué sucedió?

GA: Reventó a llorar mientras daba media
vuelta y se alejaba.

—¿Volvió a saber de él?

GA: Nunca más el padre Osorio se volvió a dejar ver por la prensa o por la opinión
pública.

—¿Qué imagina que sucedió con él?

GA: Bien podría estar vivo, todavía rumiando su vergüenza.

—Armero despareció, pero el
Nevado del Ruiz sigue siendo una amenaza para los cientos de miles de
habitantes que viven en pueblos cercanos. ¿Qué aprendió Colombia de aquella catástrofe?

GA: Un año después de la
tragedia el gobierno nacional instaló los sismógrafos que con tanto desespero
piden en mi novela, y desde entonces hacen un monitoreo con cámaras y sensores
de todo tipo tanto en ese volcán como en los más  activos de Colombia. La que no ha aprendido
es la gente. En Chinchiná volvieron a construir al lado del rio, y me dicen que
donde quedaba Armero han vuelto a dejar construir viviendas.

—Quisiera apartarme de la reedición
de Los sordos ya no hablan para hacerle dos preguntas finales.
Hace cuestión de días comenzó a recomendar libros en el noticiero de Telepacífico
de los domingos a la noche. Me parece destacable que, aunque sea por una vez,
lo importante se imponga a lo urgente. ¿Qué tal está resultando la experiencia?

GA: No es la primera vez que lo hago. Por muchos años
mantuve la crítica de libros en el suplemento dominical de El Colombiano. Ahora
lo hago en televisión, que es más masivo y tal vez lo vean más, pero eso no
significa que haya recuperado la esperanza en que por la pandemia la gente
quiera leer más. El libro, como lo hemos conocido por milenios, parecería
condenado a desaparecer.

—Hace más de cinco meses que, debido a la cuarentena,
no abandona su finca. ¿Qué perdió durante este prolongado confinamiento?

GA: No
pude volver a  Cartagena, que es mi segundo hogar y que gracias a hallarse
al nivel del mar le permite respirar mejor a mi corazón. Perdí seis kilos, modifiqué
mis costumbres, no pude visitar la tumba de mi madre como lo he hecho secularmente
 desde cuando murió hace seis años. Y, sobre todo, perdí esa opción sin
igual de recibir a manteles aquí en mi casa a tantos personajes de la vida
nacional que por alguna razón me visitaban para pedirme mi opinión sobre temas
álgidos. El zoom reemplazó mis almuerzos, y…

—Lo escucho, Gustavo.

GA: Ya no creo que los vuelva
a hacer. Voy a dejarle ese placer tan solo a los amigos que sobrevivan de esta
peste china.

—¿Y qué ganó con la cuarentena?

GA: Aprendí muchas cosas, a
fin de cuentas me he pasado la vida aprendiendo y aspiro hacerlo hasta minutos
antes de morirme. Aprendí a distinguir bien que del afán no queda ni el
cansancio. A pensar y a actuar con tranquilidad, y a comprender mucho mejor a
los animales que me rodean. Ellos enseñan a veces mucho más que los humanos.

 


Los sordos ya
no hablan
.

Fondo Editorial Unaula.

296 páginas.

 

*Pablo Hernán Di Marco.  Desde Buenos Aires trabaja vía internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas. Autor, entre otras novelas Las horas derramadasTríptico del desamparo. Colaborador literario de la revista Libros & Letras 




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