Juegos en un cementerio abandonado

Por: Reinaldo Spitaletta
Entonces no sabíamos de cadáveres exquisitos, y menos de cadáveres ilustres. Los que allí reposaban todavía, en tumbas en galería pero también en las de tierra, con cruces caídas y de nombre borrado, eran de gentes, digo ahora, del común y corriente. Aunque, como se dice, la muerte lo iguala todo. No teníamos nociones acerca del más allá, ni nos interesaban las almas vagarosas sobre ese cementerio en ruinas, en el que una vez vi sacar los restos de una señora completa. Una momia, que ni las que veíamos de vez en cuando en películas del matinal del Rosalía, un teatro que hoy tampoco existe.
A veces, llegábamos en las tardes al cementerio de Nazaret, mejor dicho, a lo que de esa construcción quedaba. Saltábamos sus muros y lo recorríamos, en medio de brisas de pinos, eucaliptos y cipreses. Corríamos por encima de fosas comunes, huesos al azar, una que otra calavera. Nos deteníamos con la curiosidad de muchachos de diez años a mirar los ojos vacíos, su risa permanente, su nariz ausente. “Ve, este era mueco”, se decía cuando le faltaban algunos dientes a la risa muerta. Una vez, no sé quién, descubrió entre tantas dentaduras, una brillante, dorada. Nos reunimos a su alrededor, otro la alzó para que la vista fuera total, y el sol de la tarde refulgió en los dientes, como un último homenaje a aquella osamenta de olvidos.
No recuerdo si arrancamos los dientes dorados, o si volvimos a depositar intacta la calavera entre otros huesos, muchos, que pululaban en las fosas abiertas. Era común encontrar puentes (después supimos que se llamaban prótesis fijas y removibles) con rebordes plateados y de pronto alguna cabeza con trazas de cabellos. Era un mundo en el que había silencio, roto apenas por nuestros pasos acelerados, nuestras risas, después de que alguien se escondiera detrás de una pared y saliera de súbito con gritos y aullidos a intentar asustarnos. El sepulturero, que ya había perdido su oficio, no se aparecía a sacarnos del lugar y para nosotros ese cementerio era una prolongación de la calle, de las mangas del barrio Nazaret, entonces ricas en partidos de fútbol y otras diversiones.
Las viejas tumbas, casi todas erosionadas, eran para la muchachada un atractivo sin igual. Se jugaba en ellas al escondidijo, al coclí-coclí “al que lo vi lo vi y el que esté detrás de mí no vale”, y, a veces, a imitar una ceremonia de enterramiento. Alguien posaba de ser un pariente y emitía llantos, otro lo consolaba, entre tanto, cualquiera, muy imaginativo, alzaba ante sí una calavera y le hablaba en tono de despedida. Al final, la impostura se diluía en medio de risotadas y la pobre osamenta caía entre restos desordenados, revueltos, y por lo demás, inodoros.
No recuerdo a qué olían los desperdigados huesos de aquel cementerio abandonado. Tal vez a tierra. Tampoco los nombres que en algunas lápidas todavía se podían medio leer. Éramos la vida, niños que atizaban su imaginación en medio de huesos y cuencas, de dentaduras y pedazos de tela irreconocible. No había moscas, y de vez en cuando un cucarrón verde volaba por entre los pinos y las bóvedas. El cementerio estaba rodeado de un muro de cierta altura, que nosotros trepábamos sin problemas. En algunas partes, ya había oquedades en la pared, pero a nosotros nos gustaba subirla y saltar al interior. A un lado del camposanto (esta palabra la usaban mucho las señoras) estaba la iglesia de la Preciosa Sangre, junto a una escuelita del mismo nombre. Una noche, en esta había una velada musical. Había que colarse a la misma, porque no teníamos cómo pagar la entrada.
Penetramos al cementerio, creo que yo iba con Rodolfo, uno de mis hermanos, y un muchacho de apellido Villa, caminamos en la oscuridad, llegamos hasta los muros que nos separaban de la escuela y luego de una faena de escalamiento estábamos adentro. En un tablado un cantante de voz chillona, con movimientos de cadera y camisa de colores encendidos, interpretaba una canción dedicada a Mickey Mouse. La gente, casi todos adultos, palmeaba, y alguna señora alzaba los brazos siguiendo el ritmo. “Es el nuevo rey, es el nuevo rey, es Mickey Mouse”, decía el cantante. Nos paseamos entre el público y luego, antes de que el tipo terminara su actuación, ya estábamos afuera, celebrando la aventura en medio de risas y palmoteos.
Tal vez la única reminiscencia infeliz de aquellos días de juegos en el cementerio fue cuando papá, que llegó más rápido del trabajo, me esperó afuera, justo en uno de los paredones. Cuando lo vi, tenía en la mano el cinturón. Me desprendí de lo alto y eché a correr por las calles del barrio, y sentía a mis espaldas el reír burletero de los muchachos y los gritos de señoras que decían que ojalá la pela fuera larga, o algo así. Papá, desde luego, no me persiguió. Me esperó en casa. Me demoré horas en entrar. Cuando lo hice, lo único que me dijo, en medio de risotadas, es que si seguía jugando en ese lugar, iba muy pronto a convertirme en una osamenta triste. “Te vas a enfermar, chico, y lo peor es que si te mueres, allí no te podremos enterrar”. Mamá y él soltaron risas y no sé cómo fueron mis sueños aquella noche.
Digo que por esos días no sabíamos nada de cadáveres exquisitos, los mismos que hacíamos años después en clases de historia en la universidad, junto con otros estudiantes, que íbamos pasando el papelito para escribir cada uno un verso; ni de cadáveres ilustres que si bien no tenían dientes de oro, por lo menos se podían sacar del cementerio para exhibirlos por mangas y callejones con sus glorias muertas. Y producir titulares de periódicos sobre profanadores de tumbas.

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