A propósito del fallecimiento de Antonio Caballero en septiembre de 2021, una reflexión en torno a la vigencia y vitalidad de su única novela, Sin remedio, y cómo ella nos lleva a sentir el vértigo de la inmutabilidad de nuestra sociedad.
Por: Danny Arteaga Castrillón*
Un extravío. Así defino la novela Sin remedio, de Antonio Caballero, el extravío de un hombre entre las fisuras de una Colombia dividida. Un extravío que acaso muchos sentimos hoy ante los ojos que nos auscultan y miden nuestra posición desde todos los ángulos y todas las pantallas, como lo sentía Ignacio Escobar, el personaje principal, en una Bogotá gris y paradójica de los años setenta, no muy distinta a la Bogotá de nuestro convulso presente.
Caballero finalmente se topó “cara a cara con la muerte” (en palabras del poema de Escobar ‘Cuaderno de hacer cuentas’) el 10 de septiembre de 2021. Su rigurosa contemplación de nuestra historia no alcanzó a atestiguar el prolongado desenlace de la pandemia ni las aparatosas elecciones a Presidencia, colmadas de candidatos vocingleros, que las definen como “decisivas” para el futuro de la nación, igual que cada cuatro años. “Todas las cosas son las mismas cosas”, se habría dicho, entonces, Caballero, repitiendo esa consigna que salta de su novela como una sentencia. Y es que precisamente ese vértigo de repetición, esa suerte de eterno retorno, esa sensación de caos especular e infinito en nuestra realidad hacen de Sin remedio un libro aún vigente, y promete serlo por mucho tiempo más. Pero también por Ignacio Escobar, personaje hedonista y autodestructivo que se debate en ese trasfondo bogotano y en sus momentos de infligida claustrofobia.
Escobar nos atrae por su exacerbada sensibilidad, por su sarcasmo preciso y por esa natural tendencia de algunos de amar a esos antihéroes, empapados de nihilismo, que a veces escupen las letras. Pero nos asomamos con cautela, porque tememos vernos reflejados en él, tememos descubrir que en el fondo sufrimos su mismo extravío, que el hastío puede estar también goteando dentro de nosotros hasta un día anegarnos y perdernos. Otros lo repudian con la misma intensidad, lo repelen, incluso, porque lo observan desde posiciones más diáfanas, asentados muy bien en la tierra y porque no hay cabida en algunos pensamientos cristalinos para idearios esquizofrénicos.
Su rigurosa contemplación de nuestra historia no alcanzó a atestiguar el prolongado desenlace de la pandemia ni las aparatosas elecciones a Presidencia, colmadas de candidatos vocingleros, que las definen como “decisivas” para el futuro de la nación, igual que cada cuatro años.
Este es precisamente otro de los temas trascendentales en el libro: el proceso de creación. Ignacio Escobar quiere justificar su existencia con la elaboración de un poema perfecto, un poema para traducir la vorágine de su interior, que le resuelva sus búsquedas infructuosas y lesivas de amor o aterrice esa reflexión en torno a su proceso de creación: la del contraste entre el arte comprometido y el arte por el arte mismo. Tras varios intentos, como sus versos épicos de una Bogotá en un proceso de lucha revolucionaria, que termina reducido a unos versos magros, nace ‘Cuaderno de hacer cuentas’, que recoge el sentir profundo de Escobar ante el mundo, su relación con el todo, la observación, el movimiento, el deseo, la voluntad y la muerte.
Este poema, según palabras del propio Antonio Caballero, es un complemento de la novela y viceversa: “La novela se ilumina con el poema y el poema se ilustra con la novela”, dijo en una entrevista inédita publicada por el diario El Tiempo a propósito de su deceso. Queda la pregunta: ¿logró Escobar hacer un poema comprometido o simplemente sus versos son la reacción sarcástica de la inutilidad de hacerlo? Esa pregunta aún puede trasladarse al presente, que, se dijo ya, sufre las mismas problemáticas y divisiones, así como los mismos dilemas del compromiso social del artista. La respuesta nos la da, de todas formas, la existencia y vitalidad de la novela misma.
Hay además un aire panteísta en la obra; por lo menos yo lo siento, tanto en el poema como en la novela. Precisamente en ello encuentro el valor y vigencia de Sin remedio: hay una cierta reflexión, algo disimulada, sobre el todo, la unidad del universo y su inmutabilidad, y la imposibilidad de luchar contra esa condena de repetición eterna. De ahí la reflexión cumbre del libro: “todas las cosas son las mismas cosas”; así lo balbucea en el encierro de su apartamento, durante sus trances etílicos, luchando contra la vecina que le golpea el techo con la escoba; igual con las mujeres que dice amar; así lo repite entre la muchedumbre votante, marchante y democrática, que arenga los nombres que son el mismo, sin importar el color; donde resuenan las cantilenas de los revolucionarios mientras se inventan mártires; donde se replican los tiros de la violencia estatal y el fluir de la sangre.
Quizás el próximo cuatrienio o la próxima década o el próximo siglo todo cambie y el clamor del país sea otro. Sin remedio será entonces solo una suerte de mito, una comedia del absurdo, un compendio de retruécanos y versos e intertextos, un registro de observaciones azarosas, una mirada anacrónica y hasta nostálgica del pasado, un retrato del infortunio con el que podamos reírnos sin culpa. Veremos.
**Texto enviado a la convocatoria de artículos revista Libros y Letras 2022.
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